Mediodía lluvioso. Vamos caminando con Pablo Trapero por un barrio de casas bajas, sin tránsito ni efervescencias. Nos detiene un cartel, que anuncia el menú del día: "guiso de lentejas o mondongo". Tentados por el apetito, entramos a un simpático comedero.
El realizador de Elefante blanco y El clan, estrenó este año La Quietud, un drama familiar intimista, que fue celebrado en el Festival de Venecia y que está protagonizado por un trío femenino con peso y talento: Graciela Borges, Martina Gusmán y la franco-argentina Berenice Bejò. "Estoy conforme con lo hecho, porque siento que estoy explorando universos diferentes a los que venía incursionando. La Quietud propone un mundo familiar y femenino en el que antes no había habitado. Coincide con un momento muy fuerte de nuestra sociedad, en el que la mujer alza la voz. Por otra parte, fue como el lado B o, mejor dicho, un complemento de mi peli anterior, El Clan".
¿Por qué un complemento?
Porque tiene cosas en común, como un mundo familiar extraño, complejo, escondedor, con gente abusiva y con vínculos espinosos, donde también hay una voz de mando que se impone. La Quietud es una película de interiores, de mucha cosa actoral, hace tiempo que vengo craneando con la posibilidad de que Martina y Berenice (consagrada con un Oscar en El artista) hagan de hermanas.
¿Qué se le dice a una actriz como Graciela Borges, que parece saberlo todo?
Lo que le dije es que su personaje, Esmeralda (madre en la ficción de Gusmán y Bejò), tiene que tener dobleces, varias capas, distintas caras. Parece una mujer superficial, que está en otra frecuencia, pero sin embargo pega un volantazo fantástico que agiganta la trama.
¿Y qué te decía Graciela?
Estaba muy metida y entusiasmada, porque decía que hacía mucho que no sentía tamaño desafío. Es cierto, su exposición es notoria y su entrega fue digna del aplauso.
¿Qué te aportó ella a vos como director?
Primero el honor de poder dirigir a una diva del cine argentino como es “Greis”. Su presencia, glamorosa, eclipsaba el rodaje, con esa voz envolvente y aterciopelada –sonríe-. Yo me sentí reconfortado de poder darle indicaciones y guiar a una intérprete de sus quilates.
Te traslado una pregunta antipática que le hicieron a Javier Bardem en el Festival de Cannes. ¿Qué se siente ser el único marido feliz de trabajar con su esposa?
(Sonríe.) Bueno, Bardem lo frizó al periodista tratándolo de desubicado e irrespetuoso cuando se refirió a su mujer, Penélope Cruz. En mi caso, yo tenía muchas ganas de trabajar otra vez con Martina (Gusmán), con quien ya había trabajado en cuatro películas. Además de ser mi mujer y la madre de mis hijos, Martina me da una tranquilidad absoluta porque como intérprete siempre tiene algo más, un plus que nada tiene que envidiarle a Penélope Cruz, por ejemplo. Tiene un nivel de actuación que no es muy frecuente de encontrar. Y además de todo su talento, es una compañera necesaria en los grupos de trabajo. Y algo más: quería trabajar con mi Martina porque la extraño.
¿Sí?
Claro. Cuando ella hace tele o teatro está doce, catorce horas afuera y no nos vemos, y muchas veces yo estoy viajando al exterior. Dirigirla, de alguna manera, nos ordena, nos da una rutina.
Hablás de confianza y complicidad con tu mujer. Pero ¿no sufrís con las escenas eróticas que le hacés interpretar?
(Se ríe) Y bueno, pobre, ¿no?… Mucho no debe sufrir ella (más risas). Yo soy de carne y hueso, pero me la banco bien. Te juro que cuando filmo esas escenas, no estoy viendo a mi mujer, Martina se maneja con total profesionalismo. Y esas secuencias en las que aparece en bolas, teniendo escenas de sexo con otro actor, son lo menos erotizantes y calientes.
¿Nunca te pusiste celoso?
Bueno, no sé, es lo que quiero pensar yo (se ríe otra vez). Pero volvemos a esa confianza que me produce Martina: ya nos conocemos mucho fuera y dentro del set de filmación. Los celos no van por ahí.
¿Sentís que Netflix está matando al cine?
Pasó lo mismo cuando llegó la tele y el cine no se murió. Después el video, y lo mismo, luego el DVD… y así hasta las distintas plataformas de hoy en día. El cine sigue, herido, pero sigue. La tecnología avanza y el cine deberá rebuscárselas para seguir siendo atractivo.
¿Cómo?
No sé, pero se terminó la época dorada de los dos mil espectadores en una sala, eso no existe más, pero no por Netflix, sino porque el mundo fue mutando. Entonces Netflix es un proceso como lo fue el streaming para la música. Quizás se vendan menos discos, pero la gente no escucha menos música.
Tu hijo, de 16, ¿va al cine?
Poco. Ve pelis por la pantalla del teléfono. ¿Podés creer? Yo le digo que se pierde un montón de cuestiones técnicas al no verla en una pantalla grande, pero son los tiempos que nos tocan. Quizás peque de naif, pero no creo que el cine desaparezca; advierto que todavía hay muchos espectadores que tienen la necesidad de ir a una sala.
¿Tus realizadores preferidos?
Martin Scorsese y Jacques Audiard de afuera, y aquí soy admirador de Leonardo Favio y de Adolfo Aristarain, a quien extraño, y no sé por qué dejó de filmar.
¿Tenés un mejor amigo director?
De ir a comer, no tengo, pero sí buenas relaciones con mis generacionales como Adrián Caetano, Daniel Burman, Damián Szifrón. Pero no amistad de juntarnos para una cerveza, porque vivimos en un mundo muy desordenado en cuanto a fechas, horarios y viajes, que conspira para construir una amistad. A Campanella, con quien tengo la mejor, lo vi más veces en Los Angeles que en Argentina. Lo mismo que con Ricardo (Darín), a quien no veo desde hace un año. Pero cuando filmamos (Carancho y Elefante blanco) logramos una cercanía para toda la vida.
¿No tenés una participación política pública?
Yo manifiesto mi posición a través de las películas. Trato de evitar hacer públicas opiniones que, quizás, no le interesan a nadie, y podrían molestar a la gente que va a ver mis películas, a las que intento proteger. Me incomodaría, aunque eso no significa que no tenga una vida política comprometida.