El eterno retorno, por Cristina Bajo

Años después de esas aventuras, me casé y tuve hijos. Y diciembre volvió a tener el sentido de mis navidades de la infancia.

El eterno retorno, por Cristina Bajo
Cristina Bajo

Diciembre ha sido para mí, desde que mis hijos crecieron y se independizaron, un mes contradictorio. Pero si voy un poco más atrás en la vida, lo fue también en ese interregno que era, para las jóvenes de entonces, dejar de ser hija y pasar a ser una mujer independiente, todavía sin compromisos, ni novio ni hijos.

En esa época, diciembre y Navidad era un tiempo incómodo, pues me sentía tironeada entre el recuerdo de esas fiestas en la infancia, el reclamo de mis padres y mi avergonzada ausencia ante los hermanos menores.

Y también lo era que chicas de mi edad, más adecuadas a "lo correcto" en estos años, se sintieran aún muy felices en seguir con aquellos festejos como si todo siguiera igual en sus vidas cuando en la mía, en cambio, parecía haberse decantado una catarata de cambios: vivir sola en una pensión, en Córdoba, cuando los míos todavía estaban en Cabana, comenzar una carrera, haber conseguido un trabajo y hacer algunas cosas que no todas las jóvenes de mi edad se permitían por entonces: disfrutar de ir a tomar un cóctel –un "Alexander" o un "Bloody Mary"- al hotel Windsor alguna tarde, sola; ir al cine, sola; fumar en público y, a veces, hasta en la calle.

¡Qué ingenuo es todo esto, dicho hoy, y qué hermosa me sabía a mí esa independencia de entrar en una librería y quedarme horas; y cuando se acercaba el dueño o un joven empleado, contestar: "En realidad no sé qué estoy buscando, pero cuando lo encuentre, le avisaré." No lo decía por hacerme la interesante; realmente buscaba lo desconocido, algo que me llamara la atención y que pudiera leer, hasta las dos de la mañana, en la pieza de la pensión donde alguien, seguramente, me tocaría la puerta para decirme que no gastara tanta luz.

Esa forma de cacería a ciegas me dio muchas satisfacciones: desde descubrir El arte de Amar, de Erich Fromm; Nuestros conflictos interiores, de Karen Horney; el primer libro que conseguí de la fascinante colección del Séptimo Círculo y Los Celtas y la Civilización céltica, de Henri Hubert, que me despertó un entusiasmo que me dura hasta hoy.

Pocos años después de estas aventuras, me casé y tuve, en poco tiempo, dos hijos. Y entonces diciembre nuevamente tuvo sentido: quería volver a darles a mis hijos las alegrías que la Navidad me había dado hasta mi primera juventud. ¡Qué importante fue entonces salir a buscar un pesebre, después de pelearme con alguna de mis hermanas o con mamá, que se negaban a que yo heredara, como la mayor, el de nuestra niñez!

Debo reconocer que no era un pesebre muy especial: era bonito, sencillo, no era caro, pero estaba cargado con nuestros ritos de tantos diciembres, el de la estrella mayor que compró papá aquella Navidad triste en que murió una hermanita al nacer, con los globos de colores comprados en La Gran Muñeca y esos animalitos que mamá solía agregar todos los años. Por aquellos años, eran otros los regalos de moda.

El tiempo pasa, la sociedad cambia y antes de darnos cuenta nuestros hijos han crecido. Si queremos ser positivos, pensamos que hemos recuperado cierta independencia, pero si nos golpea la nostalgia, nos resignamos a la soledad… Hasta que llegan los nietos y todo comienza de nuevo. El ciclo de la vida. Y en mi caso, contando ya con una bellísima bisnieta, nuevamente estas fechas han cobrado sentido. El mito del eterno retorno, diría Mircea Eliade.

Sugerencias:

1) En Navidad, involucremos a los niños en las compras, en la elección de un delicioso menú pensado para todos, en ayudar con la decoración de cada hogar.

2) Rescatemos a nuestros Reyes Magos; sinceramente a Papá Noel siempre le encontré en el rostro un aire de intemperante con la bebida.