Recuerdos de Fidel y Fidela, por Cristina Bajo

Quizás de los relatos de mi abuela me venga a mí la atracción por los cuentos de amores y venganzas.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

En los meses que van de mayo a agosto, se concentraron muchas de las fechas alegres y tristes de mi familia –casamientos, cumpleaños, pérdidas– y es ineludible para mí recordarlas.

La primera pérdida que sufrí fue la de mi abuela Fidela, la madre de papá. Mis abuelos paternos vivían en un antiguo barrio de CórdobaSan Martín– y muchos de sus vecinos eran españoles llegados a principios del siglo XX a la Argentina. De aquella casa, la habitación que más recuerdo es la cocina, un cuarto pequeño, de techo bajo; olía a especias, a humo y siempre había una olla borboteando. Por la ventana que daba sobre las vías del tren, mi abuela solía hablar con las vecinas. Mi hermano Eduardo, mi hermana Eugenia y yo éramos felices en ese cuarto de sillas enanas hechas por mi abuelo, a quien le gustaba la carpintería. Recuerdo el fogón, tan cálido, reemplazado después por una fría cocina a querosén que dejaba un tufillo desagradable pero facilitaba los quehaceres de mi abuela. Había nacido en un pueblito pequeño, Cevico de la Torre, en Castilla la Vieja, y nombrarlo la emocionaba. En la vejez, con alegría juvenil, recordaba la cinta que una tía le puso al pelo para un paseo por Valladolid, el par de zapatitos que estrenó, siendo niña, una Semana Santa. Me hablaba de reyes y reinas, que luego yo buscaba en la biblioteca de mi padre. Quizás, de estos relatos, me venga a mí el interés por la historia de mi provincia, de mi país, la atracción que siempre he tenido por cuentos de heroísmos y traiciones, de amores y venganzas que marcaron después mis novelas.

Mi madre, que era de Andalucía, no siempre aprobaba la sencillez franciscana de sus gustos y de su inteligencia, así que teníamos secretos entre nosotros y los abuelos: no debíamos decirle a mamá que la abuela nos hizo gachas, y que nos gustaban a rabiar –al menos a mí–, ni comentarle que el abuelo Fidel nos puso unas cucharadas de vino caliente en la sopa, ni que nos daban, en el desayuno, ajo machacado, con aceite de oliva, sobre el pan recién sacado del horno -que nos traían del almacén de la esquina-, junto a una taza de cascarilla humeante.

Bajo la mesa de la cocina tenían una canasta con algún trapo viejo donde dormía un gato barcino, que gruñía cuando queríamos alzarlo, aunque jamás nos arañó, y en una pieza separada por un arco, que hacía de salita de estar siempre y de comedor de diario a veces, había una juego de sillones con fundas de cretona, una mesa ovalada, de caña o de mimbre y una pequeña biblioteca con viejos libros de la editorial de Saturnino Calleja, que era de la familia del padre de mi abuela, y que ella, a pesar de no saber leer ni escribir, había conservado.

Mi abuelo solía leerle el diario y algunos artículos de la revista Selecciones del Reader's Digest, que él coleccionaba. Pero cuando estábamos solas, ella me pedía que le leyera los textos de nuestros libros de lectura, donde se hablaba del amor al trabajo y a la patria, del respeto a los ancianos, de niños heroicos y de Ángeles de la Guarda.

La perdí cuando tenía veinte años, un novio y un título de maestra, pero en el dolor, yo era una niña desconsolada. Aún la sueño, a veces con flores en las manos contra un fondo de colinas verdes que en nada se parecen a los páramos de Castilla.

Sugerencias:

1) Si somos abuelos, recordemos el rol primordial que nos toca con nuestros nietos, ya esporádico, ya constante.

2) Insistamos en que lean: les daremos un arma contra la soledad, el aburrimiento y los problemas del futuro.