Hace algo más de setenta años, María Teresa León, una interesante literata española, escribió que si nos fijábamos en nuestro entorno, veríamos que hay más gente necesitando y queriendo buenos amigos, que buscando amores o amoríos. Una de sus definiciones me gustó mucho: "Un amigo es un semejante que se nos acerca hasta formar parte de nuestras horas".
También dice algo que, por aquel entonces, seguramente sorprendió a muchos: "¡Un amigo! Yo he notado que en las ciudades modernas la custodia del buen ejercicio de la amistad está confiada a nosotras, las mujeres." Y agrega que el hombre, en las ciudades de cemento de la primera mitad del S. XX, tiene colegas, conocidos, compañeros, pero para que el amigo pueda entrar a la casa, será la mujer madre o esposa quien dé el visto bueno.
Y a pesar de que han pasado añares desde que esta escritora apuntó sus reflexiones, evoco que así también era el hogar donde crecí con mis padres... Porque esa era la ley no escrita, no sólo en nuestra casa, sino en la de muchos vecinos.
La autora hace un comentario que me recuerda mi vida: “Antiguamente, la pequeña ciudad, con su aura todavía campesina, hacía que la casa se abriese, hospitalaria, para recibir no sólo al amigo, sino hasta al caminante. Pero de las costumbres patriarcales hemos pasado a la ciudad de cemento, donde a nadie se le va a ocurrir llamar a un séptimo piso para pedir un sorbo de agua”. Y yo, que he crecido en una pequeña comunidad de nuestras sierras cordobesas, me doy cuenta lo difícil que me resultó, ya viviendo en la ciudad, y recién casada, volver a hacer amigos. Recordé una especie de rareza, por la que muchos adultos de mi edad me observaban con desconfianza y, sospecho, como si yo padeciera alguna extraña enfermedad emocional: mis amistades de aquellos años eran jóvenes; algunas de ellas, amigos de mis hijos o, más adelante –cuando tenía la librería o aquella casa de ropa prerafaelista–, clientas con las que podíamos conversar de libros, de pintura, o asistir a algún concierto.
Y hoy, al hojear este libro de una mujer muerta hace treinta y dos años, recuerdo a aquellos amigos como una nube que pasa y no perdura en nuestras vidas... Y encuentro una frase que redime aquel instinto mío en estos años de soledad: “El ejercicio de la amistad no se reduce a formulismos sociales, saludos, invitaciones, sino donde debes poner la inteligencia de tu corazón.” Estos días en que estamos aislados –¿se han dado cuenta que cada vez hay más gente que vive sola?– no olvidemos dejar un mensaje, unas palabras a través del mail, una llamada cara a cara...
Y tengamos en cuenta también a esos seres algo desprotegidos, nuestros amigos varones, especialmente los más maduros, que crecieron con otras reglas y con ciertas carencias para sociabilizar. Y ya que María Teresa León dice que las mujeres estamos capacitadas para la constancia y la indulgencia que exige la amistad, compartamos con ellos una serie que podría gustarles, un libro que le levantará el ánimo, una frase práctica con respecto a sus dificultades, quizás una broma: no olvidemos que la risa también cura y acompaña.
Sugerencias:
1) Tomemos una de nuestras viejas agendas y llamemos a quien hace un tiempo que no vemos.
2) No olvidemos a los jóvenes y a los niños: son los que más sufren la reclusión debido a sus fuerzas vitales y a las costumbres de hoy en día.