En el mundo católico, es común que se cumplan ciertos ritos –en preparación para los días en que Jesús fue crucificado– cuando nos acercamos a Semana Santa. Estas costumbres no sólo nos piden privarnos en algún momento de carne, sino también de comer en abundancia: por siglos, se propiciaban comidas livianas, especialmente de vegetales purgantes como la acelga, la achicoria o la espinaca, muy populares en los países latinos, ya que, a través del ayuno del cuerpo, se alivianaba el alma.
Pocos saben que nuestro país, desde los tiempos que llamamos “de la colonia”, estaba exento de esa obligación: la Iglesia contemplaba que teníamos una población nómade formada por gauchos, indígenas, reseros, troperos, los que dirigían las carretas en largos viajes, y que había poca pesca en muchos de sus cursos de agua, que en algunas zonas eran meros arroyos salvo en las provincias del Noreste, por entonces poco pobladas. Por lo tanto, según las monjas con quienes estudié, se permitía cierta libertad en la comida durante los días de abstinencia.
Ya no corren aquellas épocas en que las reglas de la Iglesia se cumplían a rajatabla; cada vez hay menos creyentes, y cada vez hay más creyentes que, no obstante su fe, no cumplen con determinados ritos o se saltean algunas prohibiciones.
Sin embargo, sigue pesando en la sociedad la costumbre de cocinar platos especiales para esos días. Y quizá se aproveche la ocasión, como me sucede a mí, para preparar algunas recetas más costosas, de esas que raras veces podemos disfrutar: en mi caso, el bacalao en sal que viene de los países nórdicos, que mamá, cuando éramos chicos, conseguía en Gath&Chaves junto con la pierna de jamón crudo, un café en grano que llenaba la casa con su aroma por varios días cuando lo traíamos y un aceite de oliva que me hizo adicta a él.
Aunque vivíamos en Cabana, recuerdo que aquellos pedidos –que incluían ropa para todos, vajilla, juguetes y alguna cosa más, como sábanas o frazadas– llegaban en pocos días a las sierras, en un autito con sólo dos ventanas, negro y con las letras doradas de la firma, que nos dejaba el pedido al pie de la escalinata de piedra.
Si estaba papá, era costumbre que el chofer se bajara, estirara las piernas, se interesara por la casona –Villa Titina–, las sierras, el arroyo y el clima del lugar, mientras se tomaba una pequeña copa de vermouth preparada por mamá, con un rodaja de salame de Jesús María, una rebana de pan y un bocado de queso gruyère, que no solía faltarnos.
Después de eso, una de mis abuelas vendría a casa a preparar el guiso de bacalao, casi siempre mi abuela Fidela, que solía hacerlo muy bien; y no mi abuela materna, que era de Málaga y prefería otro tipo de peces, como los que abundaban en el Mediterráneo.
Siempre había contratiempos: si el verdulero no pasaba y papá estaba ausente y faltaba zanahoria o nabo, había que caminar un kilómetro en bajada y otro en subida para traerlos de Unquillo. Contrario a lo que pueda creerse, esos contratiempos no molestaban: mis padres tuvieron mucho ingenio para convertirlos en aventuras que recordaríamos entre risas, antes de que mamá nos leyera la vida de Jesús en el libro de Historia Sagrada ilustrado por Doré, que aún conservo como recuerdo de aquellos días de cuaresma.
Sugerencias:
1) A los jóvenes de la familia: hablen con sus abuelos y pregunten por sus costumbres de cuaresma.
2) A los ancianos: pasen a sus nietos aquellas recetas que quizás ellos nunca probaron: será como guardar historias de familia.