Por Guido Piotrkowski*
La mano de Dios y el barrilete cósmico. La picardía criolla y el talento en dimensiones astronómicas. Cábalas inauditas, ritos y obsesiones múltiples. La leyenda de la camiseta azul. Maradona contra Passarella. Bilardo versus Menotti. Barrabravas versus hooligans. La política, la guerra de Malvinas, y un partido de fútbol mitológico: Argentina- Inglaterra por los cuartos de final del mundial de México ’86.
El partido (Tusquets) es una crónica indispensable de aquella jornada épica del 22 de junio de 1986, un libro que condensa algunas de las mejores historias de aquel encuentro histórico, una investigación que se mete en los recovecos del vestuario y la concentración, que bucea en los diarios y revistas de época, que recoge testimonios de protagonistas a un lado y al otro del Océano Atlántico. Un anecdotario fantástico de los pormenores de aquella tarde inolvidable, teñida por el recuerdo latente de la guerra de Malvinas. Un relato magistral del día en que Maradona se transformó en un barrilete cósmico, en un dios universal.
Andrés Burgo es periodista especializado en deportes, que comenzó en prensa gráfica pero ahora está mucho más abocado a la radio. Y aunque ya no escriba asiduamente, su prosa fluye ágil como gambeta maradoniana. El partido es como un documental llevado al plano de la crónica, un relato en el que una cámara imaginaria traslada al lector desde Buenos Aires a México y a Inglaterra, y le va cediendo el micrófono a los diferentes protagonistas, que enlazan y contrastan diferentes versiones de una misma historia. Lejos de establecer una verdad absoluta, el autor las deja picando.
Burgo pasó tres años trabajando en este proyecto que comenzó a imaginar en 2012 y al que le puso punto final en septiembre de 2015. Un camino extenso y embarrado como el campo del juego del Azteca, arduo y trabajado como aquel partido. El periodista traza con pasión y precisión de cirujano el recorrido del equipo dirigido técnicamente por Bilardo y comandado por Maradona, quien se consagraría, definitivamente, como el mejor jugador del mundo.
Se trata de una historia que lo llevó a su infancia, cuando miraba el fútbol con ojos de niño. “Héroes fue una de las películas que más veces vi en mi vida” -confiesa el autor, que ahora tiene 41 años-. Es cuando le dedicás más tiempo y mirás los mundiales con ojos inocentes ¿no? ¡Son tus héroes! Para mí entrevistar a estos tipos era como ¡Guau! Giusti, Garré, o el Checho Batista me dicen más que el “Kun” Agüero. Qué sé yo, es una cuestión infantil”, dice el periodista, que se devoró gran parte de la colección de seiscientas revistas El Gráfico que atesora en su casa, hurgó en los diarios y revistas de la Biblioteca Nacional y leyó todos los libros alrededor del mundial.
Las manos de dios
¿Cuántos pudieron aseverar, en aquel momento, que aquel gol había sido, efectivamente, con el puño y no con la cabeza? Julio Olarticoechea fue quien inició aquella jugada y asegura no haber visto la mano. Lo mismo dicen sus compañeros de equipo y todo el banco de suplentes. Los relatores Víctor Hugo Morales y José María Muñoz sembraron la duda, lo advirtieron al instante, pero muchos de los periodistas que estaban en Buenos Aires –ningún canal tenía enviados en México- no estaban tan seguros. Maradona, rápido de reflejos, salió a gritarlo como si nada hubiera pasado, aunque iba relojeando al referí.
“Yo siempre quise saber por qué un tunecino dirigió este partido –cuenta Burgo a Rumbos, en un bar del barrio de Belgrano, en Buenos Aires-. Lo iba a dirigir un brasileño, pero Inglaterra se opuso porque no quería árbitros sudamericanos”. Argentina se opuso a los europeos y la elección recayó en el tunecino Alí Bennaceur.
“Tenía cierta experiencia porque había dirigido dos finales de Copa Africana. Estaba bien, pero fue insuficiente, claramente. Terminó siendo un bumerang para los ingleses”, opina el autor. Alí Bennaceur y Bogdan Dotchev, el juez de línea, son reticentes a la prensa, y en treinta años solo hablaron un par de veces, y siempre se tiraron dardos entre ellos. Benaceur convalidó el gol inmediatamente, dice que el juez de línea no levantó la bandera, y por eso lo dio válido.
“Los ingleses se quedaron mascullando bronca. Pero más allá del dolor de la eliminación, se sienten afortunados de haber convivido en la cancha con el tipo que mejor juega al fútbol”, asegura Burgo. Pero el arquero Peter Shilton y el zaguero Terry Butcher, no pueden quitarse la espina. Ellos no perdonan al Diez. “Si me lo cruzara no le daría la mano”, insiste el arquero.
Burgo no condena la mano de Dios. “Por supuesto que es una jugada ilegal, no deja de ser una infracción, pero no es una trampa premeditada, es algo que pasó, no es que Maradona dijo: ‘voy a hacer un gol con la mano’. Es una jugada más rechazada fuera del fútbol que dentro. Es ilegal y sancionable, merece la tarjeta amarilla, pero no lo veo como una trampa”.
“El 22 de junio de 1986, Buenos Aires amaneció en el estereotipo climático que suele adjudicársele a Londres: nubes lloviznas, poca visibilidad, frío”, escribe Burgo como prólogo a la reconstrucción del mejor gol en la historia de los mundiales.”52 metros, 44 pasos, 10, 6 segundos, 14, 4 kilómetros por hora, 12 toques con pierna izquierda, cinco ingleses eliminados en una persecución autodestructiva, y otros dos rivales que quieren acosarlo pero no lo alcanzan”.
“Yo esperaba que el técnico nos detallara cómo íbamos a marcar a Maradona hombre a hombre, pero Sir Bobby tenía otras ideas: la orden fue marcarlo colectivamente y que se ocupara el jugador que estuviera más cerca”, le confesó el defensor Terry Fenwick a Burgo vía email. “Sir Bobby me llevó a un costado para decirme que Maradona solo tenía un pie del que debía estar atento, pero claramente no me explicó cuán bueno era ese pie, el izquierdo”, bromea el zaguero, que parece haber sanado la herida.
Como escribe Burgo, fueron diez segundos para consumar el mejor gol de la historia de los mundiales. Diez segundos en los que el mundo entró en modo pausa frente a esa corrida monumental que culminaría con siete ingleses desparramados, aturdidos, humillados. Una jugada repetida cientos, miles de veces, acompañada del relato épico de Víctor Hugo Morales. El nacimiento del “barrilete cósmico”, la consumación de un gol antológico.
“Hay un pequeño detalle que pasamos por alto”, advierte Burgo, un especialista en buscar historias mínimas, el lado B de la cosa. “Solemos ver el gol desde que Maradona recibe de Enrique. Pero lo cierto es que Argentina recupera esa pelota a través de un foul recontra evidente de Batista a Hoodle”, revela Andrés en el libro y resalta ahora en la entrevista. “De hecho, los ingleses se quejan de eso. Pero al mismo tiempo, después de semejante gol, ¿¡Qué vas a estar reclamando!? Es una cuestión nunca reparada, ese gol no debió haber existido, porque fue un foul re-claro. Otro gol del árbitro tunecino a favor nuestro. Tan solo con eso, la historia habría sido distinta”.
Ente las cábalas y la guerra
El partido contiene horas de investigación en la Biblioteca Nacional, cientos de entrevistas presenciales, vía mail, skype o telefónicas. Hablan protagonistas centrales como Oscar Ruggeri, Ricardo Giusti, Héctor Enrique, José Luis Brown, Julio Olarticoechea, Nery Pumpido, Jorge Valdano, varios jugadores ingleses, periodistas y público en general. Pero falta un testimonio, el de Maradona. O no. “Yo no podía llegar a él. Tiene 10.500 posibilidades de notas por día. ¿Por qué me iba a dar bola a mí? –responde Burgo–. Además, ya habló treinta años sobre el tema. Y va a salir un libro ahora de él. Por supuesto que intenté que la visión de Maradona formara parte del libro , pero no lo lamenté”.
Entre todos los testimonios de los que hablaron, y hablaron mucho, se arma un anecdotario fantástico, como la historia que reconstruye el Vasco Olarticoechea y su encuentro con Bilardo en el Bajo Flores. Resulta que el técnico lo quería convencer de ir al mundial y lo cita en una bajada de la autopista. Ahí mismo, Bilardo levanta un ladrillo que estaba tirado en esa calle desierta y lo utiliza para dibujar en la pared la posición táctica que pretendía del jugador. Un delirio de Bilardo para convencer a un jugador que no quería ir, y que termina siendo fundamental.
Burgo recopila un sinfín de ritos y cábalas insólitas e inalterables. Los casetes y el orden estricto de la música que se escuchaba en el ómnibus rumbo al Azteca, las canciones de vestuario, los shorts de Maradona –siempre tenía que usar el mismo, sin lavar–, y un teléfono público que, después de sonar ocasionalmente antes de la victoria del partido debut frente a Corea, debía sonar siempre. “A veces ya estábamos listos para entrar a la cancha y el teléfono no sonaba. Lo mirábamos y nada –recuerda el Tata Brown– hasta que al fin sonaba. Nunca se supo quién lo hacía sonar”. Todo, absolutamente todo, debía repetirse milimétricamente en el delirante universo cabulero de Carlos Bilardo.
En 1986, el conflicto de Malvinas seguía latente. El partido se percibía como una revancha, por más que muchos quisieran soslayarlo, restarle dramatismo en las declaraciones. En el equipo había seis jugadores de las clase 62 que pudieron ir a Malvinas: Ruggeri, Burruchaga, Batista, Enrique, Tapia, y Clausen. Medio equipo.
“Yo quería ganar –dice Giusti– no solamente porque era un partido de fútbol. La palabra revancha no sé si es adecuada, pero como que uno estaba haciendo algo para los muchachos que estuvieron peleando, ¿entendés? Digamos que ganándoles a los ingleses era como algo para los muchachos que estuvieron en Malvinas. Como decir, bueno, les pudimos ganar a estos hijos de putas, viste, en el término futbolero”.
A Olarticoechea, el mote de héroes le suena exagerado: “Héroes fueron los chicos de Malvinas”.
Y Maradona, cuenta Burgo, al borde del retiro o como ex jugador, enfatizaría la arista bélica, alimentándola con frases como “vencimos a un país”, “en nuestra piel estaba el dolor de todos los pibes que habían muerto”, o que “esto era recuperar algo de Malvinas”.
La leyenda de la camiseta azul
Hoy, en tiempos de fútbol hiperprofesionalizado ¿quién podría imaginarse que la Selección argentina no contaba con una camiseta suplente? La historia de la camiseta azul tiene varias aristas y es una de las perlas del libro. Eran tiempos en que, por ejemplo, un jugador como Héctor Enrique podía llegar sin botines al mundial. Una época en que los premios era irrisorios en comparación con el dinero que gana un futbolista de elite en la actualidad.
“Cobraron 33 mil dólares, una cifra que hoy se cobra por partido”, precisa Burgo para dar paso a la curiosa leyenda de la camiseta azul. Una de las que usó Maradona, la del segundo tiempo, está hoy en manos del ex jugador inglés Steve Hodges y fue valuada en más de 300 mil dólares. La otra la conserva el Diez. “No se podía usar la camiseta celeste y blanca, y el auspiciante, que era Le Coq Sportif, no tenía otra”. Hay como cinco versiones diferentes, asegura Burgo, de como se consiguieron esas camisetas suplentes. La leyenda dice que los utileros revolvieron mercados del DF, que el gerente administrativo de AFA llamó a varios negocios de ropa, que Zelada –el tercer arquero de Argentina que jugaba en México– conocía un local de ropa deportiva, mientras que otra versión del propio Zelada dice que era de su propio negocio, pero no lo recordaba hasta que Burgo lo llamó.
“Tenes razón –respondió el arquero desde México-. Era de mi casa de deportes”. Que el escudo fue bocetado de apuro por empleados del América -donde concentraba la selección-. Que los números eran de camisetas de fútbol americano conseguidas, también, a último momento, y que fueron bordados por las bordadoras del América, o por los utileros, o por el mismo Maradona, la noche anterior.
“Yo no quería contar una verdad –concluye Burgo–. Cada uno tiene su verdad y está bien.”
*Articulo publicado en la revista Rumbos en 2016, al cumplirse 30 años de aquel partido histórico.