En el principio el hombre amó las formas, los sentimientos y las vivencias, y les puso nombres: caballo, halcón, nube, lirio, amor, furia, océano, barco, sueños, pérdidas y encuentros.
Luego inventó símbolos y signos que escribió en piedra, en arcilla, en madera, en cuero, en papel para darlos a conocer, y así nació la escritura. Pero lo que vulgarizó, en su mejor sentido, lo que esos libros transmitían –poemas, relatos, ciencia, la historia de sus dioses, grandezas y decadencias– fue la imprenta, que marcó una línea entre un mundo y otro.
Imaginemos lo que fue, en estas tierras de Dios, la llegada de la imprenta. Imaginemos también lo que fue la pérdida del mundo creado por los jesuitas para una sociedad orgullosa de los logros de la Compañía y de los suyos propios.
Expulsada por Carlos III en 1767, la Compañía, despojada de sus bienes –tierras, estancias y casas de estudio– tuvo que dejar América. En Córdoba, capital de la Provincia Jesuítica del Paraguay, la Universidad y el Convictorio de Monserrat pasaron a las inexpertas manos de los franciscanos, que pronto no pudieron mantenerlos.
Era tristísimo ver una obra compleja y exitosa desarmada, con los edificios ruinosos donde, según una crónica, se vendía tabaco y otros insumos, en el atrio de uno de los templos más impresionantes de Sudamérica.
El Convictorio, tan admirado; la Botica, la mejor del Río de la Plata y de países vecinos; los claustros, sin las voces de jóvenes llegados de nuestras provincias y de países limítrofes; las oficinas, ejemplo de administración, con las ventanas cegadas, debían entristecer a ricos o pobres, esclavos o libres, africanos, españoles o indígenas. Y entre otras pérdidas, nos despojaron de la imprenta.
Hoy, tras casi dos siglos y medio, festejamos su recuperación dando a luz un libro en homenaje al histórico Colegio Nacional de Monserrat de Córdoba, a cuantos pasaron por sus claustros, que dieron y recibieron educación, cultura, conceptos éticos y de convivencia. A aquellos que transmitieron el deseo de investigar, desenterrando no sólo la historia fría, sino también existencias que marcaron generaciones de jóvenes de Córdoba, de otras provincias y aún de otros países. Porque no es sólo la reseña de nombres o actividades: es el dar presencia a hombres y jóvenes que serán recordados cálidamente a través del tiempo.
Al leer los originales recordé lo que escribió el Dr. Juan Manuel Garzón –catedrático de este colegio a principios del S. XX– quien dijo que la historia, según se la considere, es arte o ciencia; como arte, reseña vida y pasiones, grandezas y decadencia, describe las costumbres públicas y las privadas; como ciencia, hace el examen crítico de los sucesos acaecidos, y da fe de sus consecuencias. Según él, no basta el espíritu de investigación para encontrar la verdad: se necesita criterio para separar lo cierto de lo dudoso.
Y para quienes aspiran a desenredar la historia que fue escrita a pluma y tinta, y por mano propia, los autores de Gente del Monserrat presentan esta obra que tendrá un lugar privilegiado entre los textos de los que no podemos prescindir. Es por eso que damos las gracias a Federico Sartori, Mónica Ghirardi, Alejandro Moyano Aliaga y Carlos Page por su trabajo, que revive y recupera la Imprenta perdida.
Sugerencias:
1) Asistir al recorrido que brindan los jóvenes Cicerones del Colegio, con sus antiguas togas coloniales;
2) Si tienen suerte, se toparán con alguno de los benignos fantasmas que deambulan por sus corredores;
3) Sea como sea, no se arrepentirán.