Remedios ancestrales, por Cristina Bajo

La Humanidad ha sobrevivido durante milenios sin la química de los remedios actuales, porque las pestes y epidemias han acompañado a sus seres desde el inicio de los pueblos.

Remedios ancestrales, por Cristina Bajo
Cristina Bajo (123RF)

¿De qué estaban compuestos los remedios antiguos? En el principio de los tiempos, de hierbas y plantas. Hace no tantos años, se encontró un cuerpo bastante bien conservado en algún país nórdico, y se descubrió que pertenecía al neolítico. Lo interesante fue lo que llevaba en la bolsa que le cruzaba el pecho: hierbas de diferentes regiones. ¿Era un chamán, un médico-brujo, un vendedor de hierbas curativas que las recolectaba en regiones remotas y las vendía en las antípodas? No supe mucho más de aquel hecho, aunque de vez en cuando, en algunos programas de documentales, suelen pasar ese caso u otros semejantes.

Cuando comencé a escribir mis novelas, más de una vez me pregunté cómo se las arreglarían nuestros antepasados, en Europa o en América, para lidiar con tantas enfermedades. Y poniéndome en la piel de aquellos viajeros que llegaban a estas tierras, pensé que debió ser para algunos –estudiosos, médicos, herbolarios– un Jardín del Edén, con muchas cosas que investigar y donde la esperanza de vencer enfermedades realmente los animaba.

El padre Guillermo Furlong, jesuita e historiador, dejó un hermoso estudio sobre esto, y me fascinó la frase con que lo inicia: "El encuentro de la medicina europea con la americana no fue un choque, sino un abrazo en el que ambas se complementaron espléndidamente".

Muchos estudiosos –a las órdenes de un rey o una universidad– y sacerdotes de varias órdenes, escribieron tratados de gran valor sobre terapéutica indígena, entre ellos, Nicolás Monardes y Francisco Hernández.

Monardes jamás dejó Sevilla, pero recibió con cada flota que regresaba de las llamadas Indias, noticias sobre las plantas y la medicina natural del Nuevo Mundo. Escribió un libro célebre: "Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales", que se tradujo a varios idiomas. Francisco Hernández, por su parte, era nada menos que el Médico de Cámara de Felipe II y fue enviado especialmente a nuestras tierras para estudiar su terapéutica herbolaria.

A estos estudiosos e investigadores se sumaron religiosos universitarios, y muy pronto contábamos con plantas que fueron consideradas, para la época, como seguramente hoy la vacuna tan esperada. Entre ellas debe mencionarse la planta del quino, a cuyo alcaloide se le llamó quina o quinina: se obtenía de su corteza, era amarga y tenía propiedades antipiréticas. Fue el gran remedio contra las fiebres de los países cálidos, entre ellas, el paludismo, y se hizo famosa en el siglo XVII.

Dice la tradición que junto a una laguna había muchos quinos, cuyas ramas sumergidas hacían el agua amarga. Un enfermo, en un acceso de fiebre, se sumergió en ella, bebió de estas aguas y la fiebre desapareció. Esto despertó la curiosidad de un jesuita, que pronto descubrió sus bondades y comenzó a aplicarla también en casos de tifoidea.

Le llamaron el "árbol de las calenturas", se molía finamente la corteza y se daba a los enfermos de paludismo. Dice un escriba: "Hanse de tomar estos polvos en cantidad de peso de dos reales en vino o cualquier otro licor poco antes que dé el frío", y llegaron a ser tan famosos que los mandaban a pedir desde Roma.

Sugerencias ​

  • No es mala idea, en casos de un malestar ligero, acudir a la medicina de hierbas o infusiones
  • Hagamos una libreta con las recetas familiares: suelen ser atinadas.