Si estudiamos el Mayo de 1810, encontraremos que la historia incluye a la mujer como protagonista. Y aunque se crea hoy que fueron recatadas y sometidas, inútiles en las clases altas y explotadas en las bajas, la crónica lo desmiente. Quizá lo fueran ante la ley escrita, pero no era lo común en la vida diaria: sacrificadas o deslumbrantes, tuvieron la fuerza que los tiempos exigieron de ellas.
Documentos, correspondencia y lecturas indican que, por entonces, la mujer había adquirido un comportamiento que le dio protagonismo: Mariquita Sánchez comenzó el siglo negándose al casamiento que querían imponerle sus padres: tanto el Virrey como el Obispo, altos representantes de la Ley entonces, la apoyaron.
Poco después, las Invasiones Inglesas mostraron que mujeres, ancianos, sirvientes y niños fueron tan eficaces como los varones para detener al invasor. Hay quien dice que si el Río de la Plata no es hoy británico se debe a que ellas pararon al Imperio con una admirable estrategia doméstica que Liniers remató.
La Revolución de Mayo les dio espacio e instrucción –Belgrano fue un ferviente defensor de la educación femenina– y la Guerra Civil, que dejó ciudades y campos despoblados de varones, las obligó a asumir los deberes de los ausentes.
Mujeres de todas las clases sociales tuvieron que sacar adelante familias que incluían niños, ancianos, viudas y solteras, además de algún baldado, sumándole la servidumbre, que se consideraba parte de la familia.
En Como vivido cien veces, Luz Osorio, labrando el campo descalza y con un arado improvisado, no representa la excepción, sino la regla: pobres o adineradas, tuvieron que sembrar y mantener ranchos y estancias, sin esquivar las tareas propias de su sexo, como consta en más de una petición de ayuda.
En cuanto a que eran pacatas y recatadas, no hay más que ver la cantidad de denuncias por incumplimiento de promesa, lo cual significaba que la joven, seducida por el juramento del novio, se había entregado a él, quedando a veces embarazada. Para sentar la denuncia, había que confesarlo a los padres, al obispo y a los jueces. Casi todas afrontaron la ordalía con la cabeza alta. Y las leyes las defendieron.
¿Y qué decir de aquéllas que acompañaban a los ejércitos de la independencia primero y a las tropas federales y unitarias luego –las cuarteleras–, o las que, desde los mangrullos del sur, avistaban el malón y sabían usar la chuza y el sable, pero el domingo se engalanaban con una flor silvestre?
O las que, cuando Rosas perseguía a los "celestes", escondieron a sus maridos en sótanos, tuvieron hijos de ellos y fueron proscriptas socialmente por ser consideradas deshonestas.
Podemos recordar a novelistas como Juana Manso, a periodistas, como la Gorriti, a las que nos representaron ante los gobiernos europeos, como la Mansilla. Y las que se largaron a los campos, ya maestras, ya parteras. También a las menos "decentes": las bandoleras que empezaron siendo patriotas, como la Chapanay, y terminaron raptando a algún buen mozo para amante, sin olvidar a las prostitutas que murieron ayudando a los apestados durante la Fiebre Amarilla.
Tuvieron una vida heroica y productiva, a veces dura; pero hoy, desde una sociedad que cataloga a la mujer según la edad, la belleza y el peso, muchos prefieren imaginarlas víctimas –que las hubo– y no las heroínas que en realidad fueron.
Sugerencias:
1) Leer La Casa de las siete mujeres, de Leticia Wierzchoski, excelente novela histórica brasileña;
2) De Ana María Cabrera conseguir Macacha Güemes.