Durante siglos, los países católicos han recordado la muerte de Jesús con mucha devoción, y en mi larga vida, puedo dar fe de cómo, en mi niñez, esa semana se guardaba silencio: en la radio solo pasaban música clásica o religiosa, y las revistas estaban dedicadas al arte sacro y a relatos edificantes. Tampoco se festejaban cumpleaños ni casamientos, se evitaban las visitas, y la comida era sencilla y sin carne: las familias de inmigrantes preferían pescado para el menú, lo que no era fácil, pues el frío solo venía en barras de hielo.
Un siglo antes, en nuestra América, la religiosidad era importante y la Semana Santa, su mayor exponente. Y no sólo por cuestión de fe, sino también de sociabilidad: eventos, fiestas y reuniones se enlazaban con fechas religiosas.
En Córdoba, esta disposición era muy marcada y, según la historiadora Ana María Martínez, podemos dividir el ejercicio de la religión entre la faz pública y la privada.
En su dimensión pública, la vida diaria estaba regulada por el calendario religioso, con prácticas fijas –día de Corpus, del Santo Patrono–, y aquellas en que se imploraba ayuda contra epidemias, langostas, sequías y otros males.
La faz privada muestra cómo se vivían, en intimidad, estas fiestas: en Semana Santa reinaba el silencio en cada casa y se disuadía a los niños de correr y gritar; las mujeres solían vestir de oscuro, se dedicaban a leer textos devotos y si tenían que salir a la calle o ir al templo, se cubrían el rostro.
En otros casos, se visitaban varios templos siguiendo el Vía Crucis y en los hogares –un rancho a la vera del Suquía, o una mansión cercana a la Catedral– se oían las preces de la familia, o conjunto con sirvientes y esclavos. Había quienes ponían énfasis en el martirio del Salvador y otros, en el dolor de la Madre ante el Hijo martirizado.
Eran días de ayuno –aun podíamos comer carne por discreción papal– y se mantenía la mesa con comida magra, los hombres dejaban el vino y moderaban el lenguaje: no se permitían las “malas palabras”. Toda la sociedad mentaba sus fallas y el propósito de enmienda legitimaba el arrepentimiento.
El Viernes Santo salían los Penitentes, llamados “de sangre”, porque se flagelaban; vestían de “culpados”, cargando cruces, cadenas, arrastraban piedras, azotados en su camino por un compañero.
Los niños participaban en túnica y con pequeñas cruces. Por su parte, las mujeres, sin mortificarse públicamente, –aunque algunas usaran, bajo la ropa, cilicios– se lamentaban por la Virgen que llevaban en andas.
Pero no todo era dolor y, además, esto era América –lejos del poder real– y ya desobediente: las procesiones duraban hasta muy entrada la noche y a causa de ciertos escándalos, el Rey ordenó que, tal como sucedía en España, terminaran cuando aún brillaba la luz de día.
Esa semana salían las famosas cofradías, con músicos y promesantes: eran asociaciones asistenciales de carácter religioso, dedicadas al cuidado tanto físico como espiritual de sus socios. Habían nacido en el medioevo bajo el principio de la mutua caridad.
En Córdoba había muchas: puede decirse que cada raza, libre o esclavo, pobre o rico, comerciante o hidalgo, tenía una a la cual pertenecer y de la que se sentía orgulloso mientras las campanas doblaban a tristeza y todo era dolor: el hijo de Dios estaba ausente.
Sugerencias: 1) Leer Córdoba al amparo de las devociones y La hermandad de la caridad en Córdoba, de Ana María Martínez de Sánchez; 2) Buscar el hermoso poema de Gabriela Mistral que dice: “¿De qué quiere Usted la imagen? Preguntó el imaginero…” •