Los incas, una civilización adelantada y con un gran sentido artístico, destacaron también en las complejas formas de interpretar el mundo que los rodeaba a través de sus leyendas.
Una de estas es la historia de un pueblito que quedó deshabitado por el frío: en Abra Pampa, las plantas que, con sus flores, alegraban el lugar, se retrajeron de tal forma que desaparecieron bajo la tierra, que aún conservaba un algo de calor: el caserío quedó enclavado en un paisaje color greda, sin tonos que alegraran la desnudez de las montañas, que lloraron arena. Y como se convirtiera en un lugar muy triste, sus habitantes comenzaron a abandonar la tierra de sus abuelos.
Pronto el silencio se asentó en el valle ocupando los espacios donde antes se oía el charango o la quena, donde los jóvenes guerreros cantaban para las jóvenes que iban por agua al río; ninguna sonrisa volaba de estos a aquéllas, ninguna copla intentaba enamorarlas.
Pero un día llegó una niña que venía de tierras lejanas, y al ver tanta soledad y tanto paisaje de un solo color, pensó que bien podía ella llenarlo de tallos verdes, de flores perfumadas y de cantos de pájaros. Y entonces, con el dedo, imaginando colores, comenzó a pintar en el aire (que el Viento, curioso ante la intrusa, había dejado inmóvil): dibujó chozas en el valle, pintó flores sobre las faldas de los montes, franjas de colores sobre las cuestas, arbolitos en cuyas ramas se posaban los pájaros y una nube muy blanca navegando como una canoa en el cielo… Y a medida que el aire se entibiaba y el frío se retraía más allá de las profundas quebradas, llamó a la primavera para preguntarle si no podía volver allí, de visita, una vez al año. Pero mientras ella hablaba con la primavera, que llegó rodeada de pájaros, pasó un hombre arreando unas llamas, y al ver las flores, las faldas verdeando, las chozas deshabitadas y un lindo corral hecho de hebras de colores, decidió quedarse. Esa noche, le pidió al viento que volara hasta el pueblo vecino y le dijese a su familia que estaba en Abra Pampa y que podían ir a vivir con él.
Sin que nadie supiese por dónde había venido, la jovencita se fue sin que nadie la viera partir, pero pronto llegó la hermana del pastor con sus cabritas, y su padre, ya muy viejo, con sus gallinitas negras, y una de sus vecinas con el huso y su ovillo, y pronto todas las casitas que la joven pintara con el dedo estaban habitadas.
A alguien se le ocurrió hacer una plaza; con piedras, hicieron un caminito para pasar el río; alguien encendió fuego y otro comenzó a hacer vasijas de barro; pronto las mujeres comenzaron a sacar sus telares al reparo del alero y a engalanar sus cercos con las lanas coloreadas con las raíces y los pétalos de las flores.
El humo que se veía desde lejos avisaba a los viajeros que allí había buena gente trabajando, sembrando, hilando y cocinando: seguramente les brindarían un lugar para pasar la noche al lado del fuego, un cántaro para la sed, una manta para el frío, y algún plato de comida.
Y desde que partió la joven, Abra Pampa ya nunca estuvo deshabitada. Cada noche, el anciano de la casa se sienta bajo las estrellas y cuenta a los más pequeños la historia de la niña que, con sus dedos, pintó un pueblito en la helada montaña rodeándolo de flores y de pájaros.
Sugerencias:
1) Buscar en bibliotecas de barrio Poesía, música y danza inca, de la Colección Mar Dulce;
2) Buscar en usados: Ritos y fábulas de los Incas, de Cristóbal de Molina;
3) Ver las nuevas publicaciones para niños sobre el tema.