Siempre he sentido curiosidad por saber qué se podía leer en Córdoba antes de la Revolución de Mayo.
A pesar de que Isabel la Católica había prohibido que se introdujeran "libros de romance, de historias vanas y de profanidad", para fines del Siglo XVI había en estas tierras muchos libros, incluidos los "de gusto", como se definía a la narrativa.
En un lenguaje actual, los best-sellers de entonces eran: el Guzmán de Alfarache, que figura en muchos testamentos y en los bienes de algún soldado y del que aparecen, en 1586, ocho ejemplares, más nueve de El Cid Campeador y otros tantos de Historia de la doncella Teodora, título que siempre despertó mi imaginación.
A pesar de que la reina de las Españas no quería que soñáramos con caballeros andantes y gráciles doncellas en apuros, la gente no podía privarse del romance.
En 1591, el gran éxito fue el Libro de Lazarillos, con nada menos que treinta y dos ejemplares, junto con El Patrañuelo –uno de mis preferidos de la picaresca–, del que tengo un ejemplar en mi casa comprado en una librería de usados.
En Córdoba, varias damas y caballeros llegados con el fundador traían libros a cuesta. Algunos eran los llamados "para hacer recurso de ellos": manuales para el trazado de mapas, textos de navegación, estudios de minerales.
Damián Osorio –personaje real en el que basé mi saga–traía un Libro de mano de la regla del arcabuz, y varios en latín, que trataban sobre temas religiosos; su compañero Blas de Perales prefería libros de meditación cristiana.
Estos eran sólo unos cuantos, puesto que el Padre Grenón halló, en los Archivos de los Tribunales de Córdoba, una respetable cantidad de testamentos en los que se hacía referencia a libros y "librerías" –una forma de decir bibliotecas– a fines de 1595.
En el Siglo XVII, según estudiosos, el lenguaje español vino a ser "el más expresivo, grave y perfecto que en Europa se ha conocido". Un contemporáneo de Marcelino Menéndez y Pelayo lo planteó así: "Envueltas en ropaje tan gracioso, divulgaron las ideas más abstractas. Dichoso el pueblo que tales maestros alcanzó; dichosos los maestros que tales lectores lograron".
No es sorprendente, entonces, que entre los que llegaron a fundarnos hubiera "varones leídos y sabios en historias antiguas", pues más de uno tuvo a Julio César, Herodoto, Virgilio y Homero como lectura diaria, y no es de admirarse que a mediados del Siglo XVII existieran ya en Córdoba bibliotecas importantes.
Y una de las más mencionadas pertenecía a una mujer, Lucrecia de Villada. Dama de sugestivo nombre, debió poseer un espíritu inquieto y novelesco, dado a historias románticas, puesto que era dueña de El Nacimiento del Conde Orlando, el Pelayo y La Angélica, todos prohibidos para esta América.
Otra sorpresa importante fue dar con un indio –Clemente Rojas, barbero– que poseía entre sus libros “muchas comedias y variados tratados, entre los que había algunos de música.” Me encanta saber por viejas crónicas que aquellas gentes, hace tantos siglos, mencionan el intercambio de libros entre vecinos, como las obras de San Ignacio de Loyola, de San Agustín, de Vives y de Suárez, el que sembró revoluciones.
Como ven, los cordobeses podemos presumir –desde antaño– de ser buenos lectores, con predisposición a la desobediencia, cosas que suelen ir de la mano.
Sugerencias:
1) Releer los libros en español antiguo de nuestros años del secundario: le encontraremos otro sabor.
2) La poesía de la época de los moros tiene cantares increíblemente hermosos y atractivos.