En Corrientes me contaron una hermosa historia de amor: dicen que a una Misión jesuítica llegó un caballero español con su hermosa hija. La joven, llamada Pilar, tenía el cabello negro, la tez muy blanca y los ojos azules, lo que llamaba la atención de los indígenas.
Pilar se adaptó a esas tierras y solía ayudar con el coro, donde un día se cruzó con un joven guaraní, alto, fuerte y de hermosos rasgos, que quedó paralizado al verla. La joven sintió la misma admiración por él, sus mejillas enrojecieron y aunque bajó la vista ante su mirada negrísima, sintió que Mbareté parecía embrujado por ella.
En las semanas siguientes tanto la cristiana como el indio anduvieron por los campos y el río, intentando verse aunque fuera a la distancia. Mbareté aprendió algunas frases en español para dirigirse a ella, y Pilar confiaba en las miradas del amor más que en las palabras.
Cuando el joven pudo hacerse entender, comenzaron a encontrarse en la selva, entre árboles de flores coloridas, de troncos extraños y de raras historias. Él le enseñó su idioma, la muchacha le recitó bellos poemas de amor. Él le contó leyendas de niñas que se convertían en hojas y flores, de guerreros que se volvían jaguares. Ella lo escuchaba, absorta.
Llegó un día en que las manos de los amantes se unieron, y llegó el día del abrazo, y luego, el del beso. Entonces él hizo la promesa de construir una choza en lo profundo del monte; Pilar, besándole la mano, le juró amor eterno. Concluida la choza, Yasy, la luna, se ocultó para que pudieran escapar.
Cuando las criadas dijeron al padre que su hija faltaba de la casa, él se preocupó y comenzó a buscarla por todo el poblado; alguien le dijo que la habían visto sentada junto al arroyo con Mbareté, y él, enfurecido, armó a sus hombres y entró al monte a buscar a los enamorados. Pronto descubrieron la choza y vieron llegar al muchacho con la caza del día y a Pilar recibirlo con amor.
Sintiéndose deshonrado, el padre salió al descampado con el arcabuz cargado, pero la joven, comprendiendo que el hombre pretendía matar a su amor, cubrió a Mbareté con su cuerpo y ambos cayeron abrazados, muertos por el mismo disparo.
Era tal la ira del padre, que se negó a enterrarlos y regresó a su casa. Pero a los pocos días, comprendió la enormidad de lo hecho y decidió darles sepultura, aunque ya no encontró sus cuerpos.
Como una especie de penitencia, comenzó a ir todas las tardes a rezar frente a la choza, pidiendo perdón a Dios por lo que había hecho. Y mientras desgranaba el rosario, dejaba que las lágrimas humedecieran la tierra.
Hasta que meses después vio un esbelto y hermoso tallo que crecía en aquel lugar. Decidido, cavó con sus manos alrededor de él, formando una cazuela para que retuviera el agua del rocío o de la lluvia y de sus lágrimas de arrepentimiento.
Y cada vez que se acercaba, la vista de aquel arbolito que crecía en fuerza y hermosura le devolvía la paz. Un día, cuando ya daba sombra, pero antes de que aparecieran sus hojas, el español, asombrado, lo encontró cubierto de manojos de flores del mismo color que los ojos de su hija. Y de rodillas ante él, comprendió que había sido perdonado y que en aquel tronco oscuro y fuerte, y esas preciosas flores aliladas, sobrevivía el profundo amor de su hija y Mbareté.
Alguien, mucho después, le llamó jacarandá.
Sugerencias:
1) Busquemos para nuestros niños –y para nosotros, adultos– estas bellas leyendas sobre árboles que nos enseñan a amar y preservar nuestra maravillosa naturaleza.
2) Les propongamos ilustrar estas historias.
3) Plantemos un árbol.