Quizás –más que los pensadores, los religiosos, los filósofos, los médicos y los estadistas–, son los narradores quienes formaron una galería de mujeres pintadas en cuerpo y alma: las inteligentes, nobles, ambiciosas, perversas, divertidas, iracundas, magas o víctimas. Una gama que abarca los mayores defectos y las mayores virtudes, no sólo de la mujer, sino de la condición humana.
Posiblemente sea Shakespeare quien nos haya dejado una de las más completas galerías de caracteres femeninos: Lucrecia y la hija de Tito Andrónico, muertas para lavar la mancha que ha caído –sin que ellas hayan consentido en la ofensa– sobre los hombres de su familia.
Lady Macbeth, más ambiciosa que su marido, pero con una mayor conciencia del mal que han cometido; la protagonista de El Mercader de Venecia, una abogada entre abogados; las divertidas comadres de Windsor; Katherina, la fierecilla domada; Cordelia, la mejor hija, Ofelia, que enloquece de amor, y la madre de Hamlet, que es para mí un enigma: ¿sabía o no que su marido fue asesinado? ¿Fue cómplice por comisión, por omisión, o era una de esas mujeres amorales –no como mujeres, sino como seres humanos– que no se dan cuenta de lo que pasa bajo su techo mientras el marido, el amante o el compañero de turno, avasalla sexualmente a sus hijas, a veces menores, muchas veces criaturas?
¿Y qué decir de Julieta, llena de argucias, o de Desdémona, víctima de los celos desmedidos de Otelo? O la etérea Rosamond, que parece representar el hada que todas llevamos dentro.
Pero ya los griegos nos habían dado Medeas, Fedras, Electras, Yocastas e Ifigenias.
Y antes que ellos, Homero cantó a Helena de Troya y a Penélope, e inventó a Circe y a las sirenas.
Más cerca de nuestro tiempo, Balzac y Henry James elaboraron, desde la psicología, unas protagonistas increíbles, pero fueron Tolstoi, Ibsen y Flaubert quienes nos dieron Ana Karenina, Nora y Emma Bovary.
Recién cuando la mujer accede a los medios de expresión –el gesto de la actriz, la oratoria de la luchadora, la escritura de la ensayista– ella obtiene el reconocimiento generalizado.
Las revoluciones siempre permitieron a las mujeres destacarse: la americana las mostró como generales en sus tierras, defendiendo a la familia mientras sus hombres luchaban en el frente. La Revolución Francesa las llevó a la guillotina… o las sacó a la calle, mostrando que podían ser tan crueles como cualquier hombre.
Pero una tierra que concedió a la mayoría de las mujeres de todas las clases sociales un espacio libertario, fue, desde siempre, la América española, contrariamente a la anglosajona, que endureció la situación de la mujer hasta llegar al episodio de las brujas de Salem.
Entre nosotros, la mujer fue aventurera, amante, regidora de destinos, madre y prostituta, monja bandolera y, si bien los tiempos no permitían una absoluta libertad, los documentos muestran una sociedad muy distinta a la pacata que imaginamos: en los primeros años de la conquista, apareció la unión de las mujeres, donde pobres y ricas, señoras y sirvientas, se presentan en muchos documentos unidas por un simple "nosotras", donde no se hace hincapié ni en linajes, ni en heredades, ni en el color de piel.
Atrévanse a bucear en estas obras que les brindarán gratas sorpresas. Eso sí, recordando siempre que la buena literatura no tiene género.
Sugerencias:
1) Releer Casa de muñecas, de Henrik Ibsen.
2) Leer La Anciana Señora Webster, de Caroline Blackwood.
3) Buscar en Ebook Lugares comunes, de Christina Rossetti.