El agua, el fuego y la memoria, por Cristina Bajo

Durante siglos los libros han sido enterrados, quemados en pilas, en hornos, rociados con combustible.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

Hace poco leí un libro que me impresionó: Historia universal de la destrucción de los libros, de Fernando Báez, que comienza con las palabras de un profesor de Bagdad, que llora al contemplar la biblioteca destruida en un bombardeo: "Nuestra memoria ya no existe. La cuna de la civilización, de la escritura y de las leyes ha sido quemada. Sólo quedan cenizas." Báez describe a este hombre de tal manera que no podré olvidarlo: ha quedado en mi memoria como esas fotos que hicieron historia: la niña desnuda corriendo entre el napalm, la nube de Hiroshima, los niños de África, alucinados de hambre. "Estaba solo, y acaso pensaba en voz alta, o no pensaba, sino que su voz era parte de ese largo rumor que es a veces Oriente Medio". El hombre se perdió entre los cráteres abiertos por el bombardeo y un estudiante se cruzó con al autor. Era muy joven y en la mano llevaba un libro gastado; Báez distinguió el nombre de un poeta persa y una ramita de palmera que usaba de señalador.

No supo qué decir, se volvió al hotel y encerrado en su pieza, mientras pensaba en ellos tres -el maestro, el discípulo y el testigo–, pensó: "¿Por qué este memoricidio, justamente en el lugar donde nació el libro?". Por siglos se ha luchado contra las ideas, la educación, el libro. Durante siglos los han enterrado, quemado en pilas, en hornos, rociado con combustible.

Báez escribió aquel libro donde nos recuerda que, desde muy antiguo, se le adjudica al agua y al fuego el poder purificador de la destrucción, ambos hechos a medida de los dioses creadores pero que, cada tanto, daban rienda suelta al caos, arrasando toda obra nacida del ingenio de los hombres.

A veces creo que aún perdura la equivocada idea de que hay razas malas y razas buenas –idea que, con los tiempos, suele contemplar distintas etnias o colores de piel, según la moda política del momento-; que hay pueblos perversos y pueblos nobles, que hay religiones benditas y religiones satánicas. Lo malo, lo bueno, lo noble, es en el hombre irremediablemente individual, y no por estas cosas será peor que otro, pues unos y otros, a través de la historia, han cumplido distintos roles, a veces víctimas, a veces victimarios, a veces conquistadores, a veces sometidos.

Los que han intentado, a través de siglos, apagar las palabras de otros, la poesía de otros, pertenecen a esta casta de adoradores del fuego. Pero no hay que engañarse: por suerte, siempre aparecerá aquel "gorrión elegido" de la Biblia que Dios salvó de la hecatombe para que diera testimonio y fuera la lengua, la memoria, y hasta el fiel de los platillos de la Justicia: él contará la trama de lo que se quiso acallar.

El libro quemado y la palabra silenciada son vínculos en la memoria de los pueblos. Por la palabra del poeta, del estudioso, del historiador, el hombre se afirma en su pertenencia. Al destruir una obra, los dictadores, los tiranos, los poderosos, intentan matar el mito fundacional del tronco cuyas raíces son milenarias.

Se talará el árbol, se hará cenizas del libro, se silenciará la palabra, pero alguna parte viva, resguardada, quedará bajo el suelo de nuestra memoria, protegida por la hojarasca, bendecida por la lluvia, alimentada por el corazón de la tierra que volverá a darnos un árbol, un hombre, un libro, una poesía que reafirmará la palabra..

Algunas sugerencias:

1) Procuremos ser muy respetuosos cuando, con los adolescentes, comentemos ideas contrarias a las nuestras.

2) Defendamos siempre el derecho a expresarnos.

3) Regalemos los libros, nunca los tiremos.