Nuestro jardinero es un hombre sencillo, que guarda en su casita el recuerdo de una esposa amada que la muerte se llevó muy pronto. Es observador, callado, prefiere pasar por tonto y no por avispado. Tiene sentido del humor y lo que llamaríamos "buena índole". Su vida discurre al ritmo que marcan las estaciones.
Él nos relatará, con el lenguaje de un hombre de pueblo con cierta educación, todo lo que sucede: desde la recolección de semillas, la llegada de los dueños o los amores que vislumbra entre glorietas y emparrados. Será consultado por sus iguales y, a veces, por los patrones; será tentado a hablar por comerciantes y vecinos. Como el guardián de un laberinto, a veces guiará –quizás con renuencia– a unos y otros en las encrucijadas de sus vidas. Nada lo perturbará demasiado, salvo el dolor que percibe en otros, el desconsuelo del amor perdido y quizá reencontrado a destiempo, las pérdidas humanas, la indefensión de los animales cautivos, una anciana que teje medias para un hijo que ignora si volverá a ver, el cariño de una pareja de viejos, la ilusión de una jovencita de pueblo que mira sensatamente por su futuro. Pero, sobre todo, ese jardín amado como si fuera su hogar: "Me pasaba los días solo, con mis simientes y mis bulbos, con mis rosas y mis eucaliptos. Por las noches, el viento parecía una voz."
Mi madre tenía mano para las plantas, estaba convencida de que entendían y se comunicaban. Nuestro jardinero no lo dice, pero actúa como si eso fuera una verdad tan evidente que ni siquiera debemos hablar de ello: en un momento dado, señala un eucalipto centenario que ha sobrevivido a muchos desastres. De la fortaleza de aquel árbol aprendió a sobreponerse a sus pérdidas. Hay dos historias de amor, una superpuesta a la otra: la de los dueños del jardín, basada en miedos, malen tendidos, confusiones y dolor, y la del jardinero, resumida en un rincón de su humilde cuarto, un retrato de mujer, una mecedora donde se anuda una cinta de pelo y cerca "...un peine color miel" y una vela encendida, cada tanto.
Contrario a lo que podamos imaginar, ambas historias son profundamente humanas, absolutamente sinceras en su planteo, pero el destino ya ha tirado los dados, es ciego y sordo y no tiene favoritos. Corren las estaciones para el jardinero y los servidores de verano, que siempre están pendientes de esos dueños que parecen huéspedes; y la primavera, después un crudo invierno, aliviana el ánimo. "El cielo empezaba a estrellarse de veras y por las tardes, se oía algo que hurgaba por las raíces. La primavera iba ordenándolo todo: la rosa en el rosal, el pájaro en la rama."
Y en la casona, con el fuego reavivado, retornaban los aromas, no sólo del romero y del laurel, sino como "…un relente cargado de azúcar y mantequilla, de buenos guisados…". Aquella pieza merece del jardinero esta reflexión: "Cuando iba a la cocina era como si me metiera en el vientre de una golondrina."
Esta inmensa heredera de las letras catalanas que es Mercé Rodoreda, ha creado una novela casi atemporal que me llevó a preguntarme en qué época del siglo pasado sucedió, pues las ideas políticas, dentro del realismo que fluye naturalmente, son evitadas cuidadosamente: como lectora de novelas y no de manifiestos, lo agradecí.
Un consejo: al finalizar el libro, relean la primera página: encontrarán varias respuestas.
Sugerencias:
1) Releer Desde el jardín, de Jerzy Kosinski.
2) Para jóvenes: El jardín secreto, de Frances H. Burnett.
3) Para pintar –niños y no tan niños–: El jardín secreto, de Johanna Basford.