¿Qué es lo primero que nos viene a la mente cuando nombramos a Irlanda? ¿Verdes campos, acantilados que se elevan sobre salvajes rompientes, antiguos muros de piedra, sepulcros, monasterios y castillos?
En Descubrir Irlanda leemos: "Esta obra es un homenaje a este pequeño país de belleza extraordinaria, con una historia fascinante y evocadores mitos y leyendas en que lo remoto y lo nuevo se funden sin esfuerzo. Desde menhires y dólmenes imponentes, pasando por escenas pastoriles, por bellos jardines y ciudades de refinada arquitectura, emprendamos el viaje hacia el espíritu de esta isla maravillosa." Pero Irlanda es mucho más que hermosos paisajes. Parte de su magia reside en su gente, y de esa gente rescatamos la vocación de contar historias y leyendas que no únicamente hacen la delicia de los chicos, sino también de los grandes.
En la antigüedad, esta tarea descansaba en los bardos, que tenían una gran importancia en la sociedad irlandesa.
El bardo –que antes de Cristo era sacerdote y profeta– terminó siendo el experto en genealogía y poesía, además de cantor, músico y narrador de cuentos.
Según el Libro de Leinster, manuscrito del s. XII, el bardo debía tener en su repertorio no menos de 350 cuentos con estas temáticas: destrucciones, incursiones para robar ganado, cortejos, batallas, historias sobre cuevas y viajes marítimos; tragedias, festejos, aventuras, raptos de doncellas y masacres.
Sabemos que a pesar de la conmoción que representaron para Irlanda las incursiones vikingas en el s. VIII, y la posterior conquista de los normandos, mientras hubo una aristocracia irlandesa, los bardos mantuvieron su prestigio.
Pero en el s. XVII, tras la batalla de Kinsale, la resistencia irlandesa fue vencida por los ingleses, y los bardos se vieron condenados a la indigencia, aunque su arte no desapareció: encontraron un nuevo público entre los campesinos y la gente sencilla.
El narrador popular, que siempre había existido en Irlanda, enriqueció su repertorio y depuró su arte gracias a su colega aristocrático, garantizando así la transmisión de antiguos relatos épicos que, en otros tiempos, habían deleitado a reyes y guerreros.
En la época dorada, cuando lo oral no había perdido fuerza, la pasión de la gente por estos relatos era extraordinaria. Un estudioso describe así la expectación creada por la llegada de un trovador: “La casa no tardaba en llenarse; la gente se sentaba en todas las sillas disponibles, en la escalera que iba al altillo y hasta en el suelo; los que se quedaban de pie se apoyaban en la pared, y en el silencio que precedía al inicio del relato no se oía ruido alguno, salvo el crujir del fuego y un grillo.” Para aquellos hombres y mujeres, tanto narradores como oyentes, los cuentos representaban algo más que entretenimiento: eran una parte irrenunciable de su patrimonio cultural, y los portadores de la tradición –los bardos– conocían el valor del tesoro que custodiaban. Dicen que, en su lecho de muerte, uno de estos bardos llamó a un colega y, con sus últimas fuerzas, le narró el cuento más preciado de su repertorio.
Porque él sabía que el cuento que no se narra, muere, y con él moriría el espíritu de su pueblo. Los ingleses dominaban su tierra, pero esos relatos de hadas, duendes, héroes y magos los hacían libres.
Sugerencias:
1) Leer: Hadas, textos y dibujos, de Brian Froud y Alan Lee, preciosas ilustraciones y relatos, ideal para cuarentena con niños.
2) Y también Tradiciones irlandesas –Viajes a través de sus cuentos.