El último capítulo, por Cristina Bajo

Mientras contemplo en la computadora las últimas frases que escribí, aún me parece viajar por los mapas que tuve que consultar.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

Para el que no escribe narrativa, es difícil imaginar el alcance que tiene para el narrador finalizar una novela. No un texto de ensayo, una novela, puesto que escribir una novela es inventar muchas vidas. En mi caso, me refiero al instante en el tener que elegir un punto en la existencia de mis protagonistas para cortar la acción que vengo desarrollando -a veces, por varios años-...

Mientras contemplo en la pantalla de la computadora las últimas frases que escribí, aún me parece viajar por los mapas que tuve que consultar, buscando el nombre de un arroyo que se perdía en los bañados o que se repetía bajo el mismo nombre en diferentes lugares, un fortín desaparecido, un pueblo que se tragó el desierto.

¿Y los libros ojeados con impaciencia, donde tenía marcados los nombres de las postas y las distancias entre una y otra? ¿Y el cuaderno donde anoté los días de marcha entre un punto y otro? ¿Y si la marcha era en carreta, que iba al paso, y no en galera o a caballo?

Porque a veces la documentación que he recopilado por medio siglo, se vuelve un tormento: sé que la tengo, pero ya no sé dónde. No me alcanzan las bibliotecas –me gusta armarlas de modo temático, para encontrar con más rapidez lo que busco- y he tenido que echar mano a cajas donde, cada tanto, buscando otra cosa, hallo lo que había perdido.

Para entonces, me agobian tantas lecturas e investigaciones, que una vez finalizado el libro, siento que todos esos tomos dejan de pesar sobre mis hombros. Necesito olvidarme de ellos: los libros de religión, de historia, de geografía, de la vida privada, economía y diferentes biografías; viejos testamentos que me han facilitado familias de antiguo nombre, actas con el lenguaje de la época, cartas donde un hombre condenado a degüello le pide a su mujer que no deje de darle educación a sus hijas; los extraños hechos que hacen que alguien viva cuando debía morir y alguien sea ejecutado por error. Y las historias reales de amor y sufrimiento, de abnegación y de heroísmo, de maldad e indiferencia.

Debo cerrar las carpetas con láminas y cuadros de los uniformes de la época que me facilitó un estudioso; los planos de una ambulancia creada durante la época de Napoleón, y aquellos documentos en los que una investigadora amiga escribió la genealogía de los hombres que, para bien o para mal, forjaron la historia que nosotros heredamos.

Comprendo que es necesario “pasar un plumero” por tanta telaraña y despejar el camino para la próxima novela. Y mientras lo intento, por un instante, me siento liberada, feliz del mundo que he recreado. Me dura poco el contento, pues mi voluntad no entiende que concluí el trabajo, que entregué la novela, que ya no puedo cambiar nada. Que me he comportado como una deidad arbitraria, que dejó vivir a unos, que decidió matar a otros.

Y al día siguiente, cuando me levanto, siento un vacío enorme, un no saber a dónde ir, qué hacer, desconocer qué tengo hoy para escribir. Es demasiado pronto para iniciar la historia que sigue a ésta, y ésta ya está cerrada. Y entonces, es como que dejo de existir.

Hace varios años escribí sobre esto y, sin embargo, nada ha cambiado: el mismo desaliento me atrapa, la misma desazón me inquieta, salgo al patio y lo desconozco -el jardín se ha vuelto selvático mientras estaba inmersa en escribir-, y me pongo a llorar por un buen rato.

Sugerencias:

1) Leer un buen libro, de esos que atrapan.

2) Despejar el jardín de malezas también ayuda.

3) Con un café en las manos, imaginar nuevas tramas.

4) Ordenar el escritorio.