El hada de la Encina, por Cristina Bajo

El hombre fue a la taberna del pueblo y cometió el error de contarle al tabernero su buena suerte.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

Hace varios siglos, en una aldea de Francia, vivía un campesino con su esposa y sus hijos. Era muy trabajador, pero un verano cayó piedra y destruyó la cosecha, luego hubo sequía y al llegar el otoño estaban en la pobreza.

Volvía un día a su choza, después de buscar inútilmente trabajo, cuando vio a una viejita mendigando en el camino. Sintió tanta lástima que le dio su última moneda, pero antes de que se alejara, ella le puso en la mano una hermosa y colorida bellota.

–Plántala al lado de la puerta de tu casa–le dijo.

Sorprendido, el hombre agradeció, guardó la bellota en el bolsillo y siguió viaje. Al llegar al hogar, contó a su mujer lo sucedido, ella aseguró que la anciana era un hada y plantó la semilla al lado de la puerta. Antes de que se dieran cuenta, creció una encina muy, muy alta.

Llegó el invierno, la familia comenzó a pasar hambre y la mujer dijo a su marido:

–Quizás la viejita viva allá arriba; si subes a verla, seguramente nos ayudará.

Así lo hizo el campesino, que descubrió que en lo alto del árbol, la anciana había hecho un nido de nubes y vivía rodeada de pájaros. Después de oír sus quejas, ella le entregó un mantel rotoso.

–Cubre la mesa con este mantel y nunca te faltará comida–aseguró.

El campesino bajó muy contento, le dijo a su mujer lo que debía hacer, llamaron a sus hijos y cuando entraron a la cocina, encontraron una fuente de comida muy sabrosa.

Desde aquel día, nunca faltó alimento pero un atardecer al hombre se le ocurrió ir a la taberna del pueblo y cometió el error de contarle al tabernero su buena suerte.

Éste se hizo el tonto, y esa noche, cuando apagaron las velas, robó el mantel de la soga. Al día siguiente, cuando se dieron cuenta, la mujer envió a su marido a hablar con la anciana, quien dijo: –Toma esta bolsa. Cuando necesites algo, te dará una moneda de oro.

Feliz, el campesino entregó la bolsa a su mujer, que sacó de ella una deslumbrante moneda. Nuevamente se acabaron las miserias y, como la esposa era prudente, todo iba bien.

Poco después, el campesino volvió a la taberna y el dueño, al ver la moneda con que pagó, le tiró de la lengua, el tonto le contó sobre la bolsa y el muy ladrón se las robó un domingo que estaban en misa.

Nuevamente subió el campesino al árbol y esta vez la viejita lo retó pero tomó una rama, la convirtió en bastón y le dijo: –Este bastón encontrará al ladrón y lo castigará hasta que devuelva lo robado. Eres demasiado confiado: escucha a tu esposa y aprende a vivir. ¡Adiós!–y el hada se esfumó.

La mujer dijo a su marido: –Estoy segura de que el tabernero es quien nos roba. ¿No le habrás contado algo?

El campesino corrió hasta la aldea y dijo al tabernero: –¡Devuélveme la bolsa y el mantel!

–¿Qué mantel, qué bolsa?– dijo el otro, haciéndose el inocente.

El bastón dio un salto en el aire y descargó tantos golpes sobre el mentiroso, que éste prefirió entregar lo robado y huir de la golpiza. Muy alegre, con la bolsa al hombro, el mantel bajo el brazo y el bastón en la mano, el campesino llegó a su cabaña, donde su mujer escondió la bolsa, puso el bastón en un rincón, cubrió la mesa con el mantel y comieron alegremente.

El árbol había desaparecido, pero la mujer recogió la bellota que les diera la viejita y, agradecida, todas las noches solía dejarle al hada, por si llegaba a visitarlos, un poco de leche, una tacita con miel y el mejor de los bollitos horneados aquel día.