Tenemos que organizar con tiempo las fiestas de fin de año, pues no van a ser fáciles esta vez, especialmente la de Navidad que, para muchos de nosotros, es eminentemente familiar. No será fácil por el confinamiento –seguramente se dará más por voluntad propia que del Estado–, ya que en nuestro país y en muchos otros, no hay síntomas de que la curva de contagio se esté “aplanando”.
Además, tendremos que sumarle otra circunstancia: a muchos de nosotros, aunque estemos sanos y en un rincón de nuestra patria donde podríamos juntarnos sin peligro de ser tomados por enemigos conjurados, lo económico nos ha castigado más allá de lo que pensábamos, mientras los precios de las cosas se fueron a las nubes.
¿Estoy sugiriendo que nos sentemos a lamentarlo, a llorar por lo que no podremos conseguir? No, no: soy de aquellas personas que, ante un problema, prefieren barrer con lo negativo y preguntarse: “¿Cómo puedo arreglar este desastre y convertirlo en algo viable para todos?”
Creo que no serán factibles –ni aconsejables– encuentros de toda la familia, así que habrá que contentarse con hacer dos –o quizás tres– fiestas con diferentes seres queridos: una en Navidad, quizá con un hijo y su familia; otra en Año Nuevo, quizá con otro hijo, o un hermana o hermano muy querido, con parte de su familia, y hasta podemos agregar un encuentro más, para Día de Reyes, con otro de nuestros seres queridos.
Y me atrevo a rogar, con todo el cariño de mi alma, que los que son más comprensivos y tolerantes, den un paso atrás –como lo daré yo– para dejar a otro que, por afectos u otros detalles emotivos, tiene más necesidad de unirse al núcleo familiar.
Soy de esas personas que, por haberse convertido, previa separación, en el “número impar” en la mesa, y por considerar la Navidad una fiesta religiosa y no mundana, prefieren pasar estas fechas solas o, de vez en cuando, en compañía de otro réprobo que por razones diferentes desea lo mismo. Así que comencemos a pensar en estas posibilidades y a quién elegiremos o sortearemos esta vez para que nos acompañen.
Propongo no hacer grandes gastos –es una fiesta especial, que no necesita de alardes–, lo que nos aliviará después la angustia para cuando lleguen cuentas que no se pueden dejar de pagar.
Que los regalos sean más afectivos que espectaculares, y entre ellos, pensemos en cosas novedosas, como un buen libro. No tiene que ser necesariamente nuevo: lo importante es que sea el libro que nuestro hijo, nuestra amiga, siempre quiso tener y no logró conseguir.
¿Y qué hay de esos libros que tenemos en casa, herencia de familia, que podríamos pasar a la gente más joven? ¿Y qué de aquellos objetos que cuidamos como oro, porque es parte de la historia de nuestros mayores? ¿Un hermoso juego de café para dos, no podría ser un anticipo de un regalo a una de las jóvenes parejas de nuestro entorno?
Un juego de escritorio, una pipa, una antigua máquina de escribir o fotográfica, ¿no serían sumamente apreciados por uno de los nuestros, que siempre los quiso y no se atrevió a pedirlo?
Las tarjetas: si tenemos maña, podemos pintarlas o encargarlas a una conocida que suela hacerlas para vender en estas fechas. También hay artesanías bonitas o muy prácticas; al adquirirlas, ayudaríamos a otros a pasarla mejor en estas fechas, una acción que agradaría mucho a Dios o, si no eres creyente, a Dickens.
Sugerencias:
- Pensar en cuántas cosas buenas, como salud y afectos, conservamos.
- En los próximos números daré algunas recetas prácticas y ricas.