Muchos de los seres imaginarios de nuestro folclore fueron en principio fábula y devinieron en mitos. Estas deidades benignas y malignas, como sucede en el cristianismo, establecen relaciones antagónicas que determinan el equilibrio y el orden cósmico: la lucha parece sin cuartel, pero los contendientes ocupan el mismo territorio, tienen las mismas necesidades y terminan estableciendo treguas y compartiendo métodos: los dioses buenos pueden aniquilar a un pueblo por haber dañado a la naturaleza. También veremos seres malignos que, por una promesa hecha al descuido o por vanidad, ayudan a un mortal sin exigirle nada a cambio.
Entre estos personajes, existen algunos que protegen a las comunidades durante el día, pero al caer la noche se vuelven malvados, posiblemente por el viejo terror humano a las tinieblas.
Los seres superiores explican el nacimiento del mundo y de los astros; los secundarios, el origen de casi todas las cosas; los “civilizadores” vigilan las costumbres y enseñan cómo deben fabricarse los objetos. Luego vienen los que preservan animales y vegetales –sobre todo los de valor alimenticio para la tribu– y finalmente aparecen los que cuidan las aguas.
Pero los que protegen a los animales pueden ayudar al cazador si mata solo para alimentar a la tribu: Llastay cumple ambas funciones.
Entre los que cuidan de la vegetación está el Sacháyoj, que deambula por los bosques de Santiago del Estero; y Yacumana, que se encarga de velar por el agua; ambos, a través de sus castigos, son muy eficaces en proteger el medioambiente, superando nuestras leyes humanas, casi siempre burladas.
Hace años, una indigenista me dijo que los pueblos originarios no conocían la violación, ni ningún tipo de crueldad contra la mujer. Le recordé las historias de cautivas –que rara vez terminaban como en las novelas– y me respondió que ésas eran consideradas “la enemiga”, como si esto las pusiera en otra categoría.
No pude desmentirla, pues no había leído tanto como ahora, pero años después descubrí que en las leyendas prehispánicas, existían seres que protegían a las mujeres de “el rapto, la violación y la muerte” y fueron creados porque el temor de la mujer a salir a buscar leña, traer agua, recolectar comida, era muy fuerte: estos espíritus las mantenían a salvo.
Pero muchos de los espíritus ancestrales no eran benévolos: estaban los que provocaban enfermedades o los que practicaban el canibalismo, como los ogros europeos.
Los “machis” o “curacas” tenían el poder de expulsar demonios de los cuerpos y de las aldeas. Y el chamán recibía sus poderes de un ser sobrenatural, que podía adoptar cualquier apariencia, como el Pillañ de los araucanos, los Payak de los tobas, los Negritos del agua de los guaraníes.
Había espíritus cuyo dominio era inmenso, como la Pachamama de nuestro Noroeste, o las deidades femeninas llamadas Señoras o Madres: del agua, del aire, de la yerba, incluso de las enfermedades.
Nuestro folclore cuenta también con personajes en los que se despliega una gran inventiva, como el Basilisco, el Pombero, el Runa-Uturunco, el Futre, la Mula-ánima, el Ucumar, pero casi todos ellos nacieron dentro de las creencias indígenas-hispánicas.
Sugerencias:
1) Para interesados y docentes, leer: Santiago del Estero y la leyenda, de Carlos Argañaraz; Leyendas mendocinas, de Jorge Ammar; Cuentos de los tehuelches, de Miguel A. Palermo; Relatos del Viento (Norte cordobés); Seres mitológicos argentinos, de A. Colombres; Leyendas, de Ambrosetti.
2) Instemos a nuestros adolescentes a inventar alguna leyenda. Pueden sorprendernos.