Al envejecer, sin darnos cuenta, comenzamos a armar una manta, una manta confeccionada con retazos de nuestra vida, especialmente de la infancia y de la primera juventud. Y al comenzar un nuevo año, la memoria nos devuelve recuerdos perdidos, como aquél enero de mi niñez.
Es poco lo que recuerdo de él, salvo la sombra de una tristeza familiar, que nos regalaron el primer perro y que la menor de mis hermanos aún no había nacido.
¿Fue, quizá, por esa tristeza innombrada, que papá decidió mostrarnos el cielo? No el cielo a simple vista, como mamá, contándonos las antiguas historias de los griegos que hablaban de la Luna y Mercurio, de las Osas y Las Pléyades.
Lo que papá propuso fue sacar aquel instrumento al que nos estaba vedado acercarnos –el teodolito que usaba en su trabajo–, a través del cual, cuando se nos permitía acercarnos, veíamos las montañas invertidas. Recuerdo que cargó el trípode y mi madre el aparato; que seguido por nosotros –yo llevaba a los más chicos de la mano– fuimos a la parte elevada del terreno, cerca de unas enormes piedras que a mí me parecían monstruos prehistóricos.
En silencio, arraigaron el trípode, mamá calzó el teodolito y papá calibró el telescopio para luego enfocar el cielo, una pupila tan negra que podíamos notar el borde azulado del horizonte. Por instantes, se nos permitió mirar aquella inmensidad que la lente mágica ponía –casi– sobre el techo de zinc de la casa.
Recuerdo que nos permitieron ver la Luna entre parpadeos por miedo a que nos dañara la vista, y aunque mamá conocía la historia de las estrellas, sólo recuerdo su voz.
Sesenta años después, al abrir un libro regalado por una amiga, encontré un poema que me recordó aquel enero.
El libro era Ala de sombra, de Pedro Miguel Obligado, y allí di con un poema, "Noche", que dice:
La noche es un magnífico palacio,
La enredadera de los astros brilla;
Junto al río celeste del espacio
Se percibe que el mundo es una orilla…
Y esas estrofas me devolvieron a aquella noche silenciosa, en un lugar remoto de las sierras donde apenas, a lo lejos, se abría y moría la luz de una cometa.
Sí, la noche era un palacio como aquellos de los cuentos infantiles que yo devoraba, plagados de hadas y princesas y brujas y príncipes a caballo, de cazadores que protegían a la niña del cuento y que entraban en la oscuridad del bosque a buscar su Bella Durmiente, su Blanca Nieves, a rescatar a Cenicienta.
Sólo un poeta pudo imaginar una metáfora tan bella como “la enredadera de los astros brilla” y la otra, la que despierta en mí el ansia que nunca me ha abandonado de conocer los límites del universo, y que habla del “río celeste del espacio”. ¿Cómo puede, un autor que escribió esto cuando mis padres eran niños, despertar en mí circunstancias olvidadas?
Obligado dice: “Hay una paz que es casi una oración”, y ese silencio hoy impensable me trae la serenidad de las noches en la sierra. “Hay un olor que es casi una ilusión”, escribe el poeta, y me recuerda el aroma de las plantas silvestres.
“Mientras las ramas se abren en la pura Serenidad azul de un cielo en calma, Las raíces se abrazan en la hondura, Donde la selva ha de tener el alma.” Y en esas estrofas encuentro lo que deseo todos los años: volver a la tierra de mi infancia.
Sugerencias:
1) A quien le guste escribir, compre una libreta y anote sus recuerdos;
2) Si no les agrada jugar con las palabras, armen un álbum de fotos de familia. No sólo sus hijos y nietos lo disfrutarán: es como dar con uno mismo.