Una historia olvidada, por Cristina Bajo

Poca gente sabe lo que en realidad fueron, en la primera mitad del S. XX, las sierras cordobesas.

Una historia olvidada, por Cristina Bajo
Cristina Bajo

Creo que poca gente, especialmente la de otras provincias, sabe lo que en realidad fueron, en la primera mitad del S. XX, las sierras cordobesas.

No las Altas Cumbres, que guardaron historias de paisanos sublevados, gauchos de facón a la espalda y curas que usaban palabrotas para mejor entenderse con sus feligreses.

Me refiero a las Sierras Chicas, donde residieron –a veces por poco tiempo, otras por años– muchos personajes, argentinos o extranjeros, relacionados con la cultura.

Mi familia se radicó en Cabana a principios de los años '40, siguiendo una oportunidad de trabajo de mi padre, y así nos unimos a una comunidad de gente afincada desde la década del '20; personajes como Quirino Cristiani, el creador de los primeros dibujos animados argentinos, que vivía frente a nuestra primera casa en Cabana: Villa Titina, propiedad de los Bernis-Sales.

Desde la galería alta, podíamos ver paseando por el parque de nuestro vecino a Elina Colomer, a Sandrini, al matrimonio Cibrián-Campoy y a otras luminarias porteñas.

Al lado de su chalet, había una casa estilo art-decó, que era de Edmundo Guibourg –gran amigo de Carlos Gardel–, hombre que se destacaba como director de teatro y cine, periodista y escritor.

En su casa pararon, unos durante un tiempo, otros de a ratos, todos los grandes actores españoles que filmaron –bajo su dirección, y muy cerca de Villa Titina–, nada menos que Bodas de Sangre, la magnífica obra de Federico García Lorca.

Entre ellos estaba una de las glorias del teatro de habla hispana: Margarita Xirgu, acompañada por otro gran actor, Pedro López Lagar, sin olvidar a Amalia Sánchez Ariño, Alberto Closas y otros que, milagrosamente para el entendimiento de nuestra edad, podíamos ver los domingos en la pantalla del cine Rivadavia, de Unquillo.

La película, filmada a finales de los años ‘30, seguía en boca de los serranos, pues muchos de ellos habían conseguido trabajo temporario, pero muy bien pago, ya como extras, ya como ayudantes, ya como domésticos o “camareras” –término porteño que encantó a las serranas– o peones. Se alquilaron sus caballos, se faenaron vacas, chivitos y pollos, se probaron dulces y el pan casero estaba a la orden del día.

Pero sobre todo, nos llamó la atención que un vecino, don Pedro Imbarrata, gran domador –por años él y sus descendientes han ganado los premios de doma en Jesús María, en Cosquín, y creo que internacionales– dobló a López Lagar en las escenas de a caballo.

Ese hombre sencillo pero de gran carácter, recibió en su casa a periodistas y actores que admiraban en él al caballista de nacimiento.

Su hijo Miguel sigue viviendo allí, creo que en la que fuera casa de los Guibourg y, como buen vecino y serrano, nos acompañó, a Mónica Voigtlander y a mí en la presentación del libro Un lugar llamado Cabana, a principios de este año.

Su rostro de líneas fuertes –creo que su familia es de origen vasco– resalta, a la vuelta de tantos años, recordándome el de su padre cuando nos lo cruzábamos en el camino, o al atravesar el arroyo y nos saludaba con un gesto adusto que encerraba una sonrisa disimulada.

Sé, por mi amiga Beatriz Garrido Argañaraz –adscripta a Fans de los Osorio– que tuvo la generosidad, hace muchos años, de regalarme una copia de la película, que dejó otras al Museo Spilimbergo, de Unquillo, donde quizás pueda disfrutarse.

Sugerencias:

1) Releer Bodas de Sangre, de García Lorca.

2) La película está en internet.

3) Conseguir, de Bibiana Fulchieri, Cartografía de la lengua de Córdoba.