Tengo muy buenos recuerdos de mis padres, y a pesar de que ya hace muchos años que los perdí, los sigo extrañando. No es raro que, si me acuesto con un problema –no necesariamente grave, basta que sea molesto– cuando apago la luz, al entrar en el sueño, piense: "Mañana le pregunto a papá."
A veces, al recibir confidencias de amigas de mi edad, o de personas mucho más jóvenes que yo, me doy cuenta de que no todos han tenido familias como la mía: no éramos los Ingalls, pero creo que hemos sido privilegiados: el cariño –no exento de retos y prohibiciones y escenas borrascosas entre mi madre y yo durante mi adolescencia– la dedicación que nos prestaron, la libertad que nos dieron en general, fueron raros para la época.
El buen humor prevalecía sobre las discusiones, las enseñanzas de vida no eran sermones, el incentivar nuestra curiosidad era constante, aprender era una aventura.
Nunca temí mostrar la libreta con aplazos: tuve compañeras que la quemaron por temor a sus padres; en casa, la respuesta era que papá se haría tiempo para ayudarme en matemáticas o ciencias, la parte débil de mi aprendizaje.
El amor que tengo por los libros deriva del entusiasmo con que ambos compartían con nosotros obras que no se consideraban para adolescentes: cuando entré al secundario, mis compañeras andaban con la colección Robin Hood mientras yo disfrutaba de Ling Yutan, Stephan Zweig y Herman Hesse.
Cuando dije que sería novelista, papá me regaló un escritorio –que mamá ubicó en un hermoso rincón del living, donde había una ventana en escuadra que daba al parque– y poco después, llegó la máquina de escribir, una vieja Continental. Aún guardo hojas tipeadas en ella, hojas que él cortaba de los padrones electorales luego de cada elección para que yo las usara. En esas hojas comencé a armar los primeros archivos para mis novelas.
Fue papá quien, después de conversar sobre Como vivido cien veces (entonces sin título) me trajo las Memorias del general José María Paz y me regaló el Juan Facundo Quiroga, de Ramón J. Cárcano –a quién había conocido siendo muy joven– encuadernado. Ambos libros, subrayados de mi mano, los guardo hasta el día de hoy.
Compartía con nosotros el gusto por las películas de espadachines y piratas, y le encantaban los westerns; ya anciano, no se perdía en el televisor película de John Wayne, ni Valle de Pasiones, y mucho menos Bonanza.
Admiraba a Churchill y tenía sus libros junto a El Príncipe de Maquiavelo y Geografía del hambre, de Josué de Castro. Poco después puso en mis manos El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, y Los santos van al infierno, de Gilbert Cesbron, novelas que me marcaron.
Tenía un afecto especial por mi hermana Eugenia, que se parecía mucho a mi abuela; y lo recuerdo en la reposera, dormitando con las manos cruzadas sobre la cintura, y a Eugenia poniéndole ruleros, aros y collares, lo que exasperaba a mi madre.
Él nos regaló el primer perro que tuvimos, y ante las protestas de mamá, aseguró que nos cuidaría cuando fuéramos a jugar al monte y, en caso de perdernos, nos traería de vuelta a casa.
Pocos lo saben, pero desde chica he creído que en el cielo no sólo nos esperan aquellos que amamos, sino también los animales que quisimos. Quizás el Paxy sea el encargado de llevarme de regreso con mis seres queridos.
Sugerencias:
1) En junio, recordemos a papá sin tristeza;
2) No guarden sólo fotos digitales: algún día las querrán en papel;
3) Ver Matar un ruiseñor: Atticus, un padre sin sensiblerías, encarnado por Gregory Peck, es un ejemplo a seguir.