“Toda crisis es una oportunidad de cambio”, asegura un esperanzador dicho popular. Pero lo cierto es que ninguna oportunidad implica, per se, tener la vaca atada o salir adelante. La auténtica posibilidad real de transformarnos y emerger suele depender, en cambio, de una fuerza interior personal y nada azarosa. Una mezcla mágica de determinación, deseo y voluntad.
Todos podemos tocar fondo alguna vez. No obstante, para salir a flote es preciso que dejemos de lamentarnos de nosotros mismos y de anhelar la complaciente palmadita en el hombro de quienes, tal vez, se compadecen de nuestra situación. ¿Es que acaso podría redimirnos la compasión ajena? Es probable que nos haga sentir comprendidos o menos solos. Pero no radica en los demás el poder de llevarnos de nuevo a la superficie.
Como bien decía Sigmund Freud, a veces es necesario empeorar para luego poder estar mejor. Pero esto solo es posible si nos hacemos cargo y decidimos ponernos de pie nuevamente para enfrentar la vida... Y si dejamos de ver en nuestros fracasos un motivo para lamentarnos y comenzamos a verlos, en tal caso, como una fuente de aprendizaje.
Es claro que ante la derrota tendemos a caer en estados depresivos, por lo cual nuestro deseo se irá apagando y sentiremos que no tenemos fuerzas para afrontar una nueva batalla. Y es allí, en esa frontera entre el deseo y la depresión, donde una decisión personal puede hacer la diferencia. Algunos elegirán rendirse y quejarse de todo, esperando contar con la mirada comprensiva de los demás. Otros decidirán erguirse una vez más y, aún mal heridos y sin ganas, retomar la acción.
En definitiva, siempre se trata de una elección personal, de si aceptamos transitar nuestra vida como víctimas o si nos hacemos responsables y asumimos las dificultades como desafíos personales.
Es frecuente escuchar a personas que, ante la situación de acompañar a alguien en duelo, le aconsejan con insistencia “¡Llorá todo lo que puedas!” o “llorá, que hace bien”. Desde luego que quien atraviesa un proceso de este tipo, pasará por un período de ensimismamiento y el llanto actuará como una descarga liberadora. Pero nadie debe quedarse detenido en esa instancia eternamente. Será preciso que, pese al malestar, más temprano que tarde la persona asuma una posición activa frente a la realidad.
En estos tiempos pandémicos en que tanta gente ha perdido a seres queridos, se quedó sin empleo o ha visto colapsar aspectos de su vida debido al difícil momento, es conveniente plantearse más que nunca estas dos posiciones esenciales, personales, ante la vida y el futuro. ¿Permitiremos que un hecho externo e incontrolable nos derrumbe y nos deje fijados a un estado depresivo? ¿O buscaremos la manera de reinventarnos y de afrontar lo que venga de la mejor manera posible?
Por supuesto que nunca hay garantías, pero sí contamos con una certeza clara y contundente: quien baje los brazos y se rinda será víctima del abatimiento cada vez mayor. En cambio, quien se aferre a la determinación de sobreponerse, encontrará tarde o temprano en esa búsqueda una mano fuerte para salir a flote.