A veces pienso cuánto cambió la existencia de los seres humanos a partir del descubrimiento del fuego, que representó un salto enorme en su evolución. Se cree que eso sucedió hace un millón de años, o algo menos, y sabemos que fue usado para iluminar, para asar los alimentos y asustar o defenderse de cuanto ser humano o animal pudiera acecharlos: su resplandor permitía estar alertas, ya que la oscuridad amodorra.
Por estudios antropológicos, sabemos que casi todos los grupos humanos, aún incipientes en un mundo helado e inhóspito, se reunían alrededor de una fogata. Esa práctica ayudó a crear sentimientos de camaradería, de pertenencia; a recordar viejos sucesos que marcaron a la tribu; las hazañas de los que luego serían sus héroes, la base de sus costumbres y el advenimiento de los dioses.
En palabras de Polly Wiessner, una antropóloga estadounidense que ha estudiado el tema, "...las historias contadas a la luz del fuego ayudaron a construir la identidad social y cultural humana." Y hasta hoy, con mis casi 82 años, me siento tan seducida ante las llamas de una chimenea a leña como me sentía en mi infancia y adolescencia: en todas las casas que tuvimos, mi padre construyó "estufas": en el cuarto de costura de mamá, en la zona donde nos reuníamos con amigos o primos, en la sala de recibir y en su escritorio. Sin contar que, cuando se cortaba la luz, nos juntábamos en la cocina y a la luz del sol de noche, con el fuego de la hornalla a descubierto, nuestros padres o abuelos contaban historias familiares.
Diré que no he estado junto a una hoguera, ya en la Noche de San Juan, ya al final del verano, en que no hayamos cantado, bailado y contado historias divertidas o tétricas, que terminaban a carcajadas: había entre los reunidos algo tan antiguo y atávico como las figuras que recrean en History Channel la sociedad primitiva.
A través de Wiessner nos enteramos de que hay una marcada diferencia entre las reuniones y conversaciones diurnas y las nocturnas: la magia que despierta el fluctuar de las llamas une, seduce, abre la imaginación, apaga el temor y hace dormir a los niños con su hipnotismo. Wiessner cree que, en la prehistoria, estas costumbres "contribuyeron a la construcción de la identidad humana." No hay mucha diferencia entre aquellas remotas épocas y las más cercanas de nuestros antepasados indígenas.
En todos los libros que he leído sobre folclore y costumbres, los hechos que se narran son muy semejantes. Leyendo los antiguos textos vikingos, celtas, iroqueses, los de Escocia, de Galicia o de Normandía, entre los maoríes de Nueva Zelanda, sin olvidar nuestras provincias, veremos que se hablaba –y habla– de cacerías o pesca, de asesinatos o fantasmas, de hechos extraños y visiones en el cielo, de diluvios o incendios, de infidelidades o amores trágicos, de animales fabulosos y de lunas sangrientas.
Según la autora, es un universo mágico, muy distinto a las conversaciones diurnas –y notarán que hoy no es diferente–, que en su mayoría versan sobre “quejas, críticas, chismes y economía.” Y sólo una mínima parte eran historias. “Por la noche –dice– la gente busca entretenimientos (...) y pensamientos sobre el mundo espiritual y cómo influye en el mundo humano.” Recemos entonces por los bosques y la vuelta al mundo maravilloso del fuego.
Sugerencias:
1) Una noche, en- cendamos velas para los niños y contémosles historias familiares.
2) Escuchar “La danza del Fuego”, de Manuel de Falla.
3) Leer Embers of Society: Firelight Talk among the Ju/›hoansi Bushmen (2014), de la an- tropóloga Polly Wiessner.