Pocas veces he hablado de animales en estas columnas, siendo que, en general, me gustan mucho y convivo con ellos. Los gatos –en plural– son los primeros que recuerdo: cuando era muy chica y vivíamos frente a la plaza de la calle Castro Barros, un día que mamá no estaba, la niñera, nos llevó a la terraza para mostrarnos algo. Allí, por la ventana de una pieza que los dueños usaban de depósito, vi mis primeros gatos, que huyeron por la puerta rota, saltando por las tapias y los techos. Fue mágico ver a esos animales de todos los colores, que no tenían alas pero parecían volar, desapareciendo en un santiamén de nuestra vista. Desde entonces, siempre he tenido gatos, salvo en unas pocas etapas de mi vida.
Luego –ya vivíamos en Barrio General Paz– comenzamos a pedir a mis padres un perro, y nos prometieron que, cuando nos mudáramos a las sierras, tendríamos uno. La casa de Cabana no venía con perro, pero sí con gata: negra, fea, tuerta, tan vieja que tenía los bigotes canosos. De noche, cuando mamá prendía el sol de noche, sus ojos color miel refulgían en la oscuridad del horno, donde acostumbraba dormir.
Poco después apareció otra gata con gatitos, y cuando estaban casi criados, desapareció. La gata negra, que nunca tuvo nombre, los crió dándoles de mamar cuando lloraban, aunque no tenía leche.
En el colegio de Unquillo, donde estábamos medio pupilos, una monja a la que sabía ayudar en la huerta, me regaló la gata más hermosa que he visto en mi vida, que me acompañó por muchos años; murió, ya viejita, en la casa de Córdoba. Era peluda, gris veteada, de ojos azules, babero de un blanco plateado, y tenía, desde la frente a la punta de la cola, una línea rameada color gris azulada. Le puse Moniña y si bien he querido a todos mis gatos, ella sigue siendo especial: solía acompañarme de noche cuando, sentada en el rincón que mamá me había armado en el living, con el escritorio de roble y la vieja máquina de escribir que papá me regaló, yo inauguraba mi destino de escritora.
Si era invierno, se tiraba en la alfombra, frente a la chimenea y, absorta en las llamas, esperaba que yo cubriera el teclado para ir a acostarnos: tenía una biblioteca empotrada a los pies de mi cama, y a Moniña le gustaba dormir sobre los libros. A veces, si me demoraba corrigiendo una línea, ella se tendía sobre mis manos y me miraba a los ojos. Le hice mis primeros versos, me acompañó cuando tuve a mi primer hijo, y su recuerdo aún me hace llorar.
He tenido, en ochenta años, muchos gatos, algunos inolvidables: Trapito, que parecía hecha de retazos de tela; Punkie, peluda y semi salvaje, con una marca en la cara que recordaba a los Kiss; mi gata con los ojos de Nefertiti, Grissie, regalada por una amiga que murió muy joven; Mushu, que dormía en el cajón de mi escritorio y Angie, un gato blanco con orejas y cola negras… Todos me enseñaron algo, me dieron cariño y compañía, me hicieron reír cuando estaba triste, me calmaron el ánimo destemplado, me ronronearon cuando tenía insomnio. Ahora, de vieja, me obligan a levantarme si estoy desganada, a moverme por atenderlos, a ejercitar la memoria al cuidarlos.
Borges lo sabía: digan lo que digan los descreídos, los gatos nos conectan con cosas inexplicables.
Sugerencias:
1) Permitamos a los niños crecer con mascotas: les enseñarán a tomar responsabilidades, a tener piedad y a dar afecto.
2) Y si algún anciano de la familia se preocupa por su vieja mascota, respeten su deseo de conservarla: suelen recibir de ellas más afecto que de los humanos