Los motivos del juez (I)

Alfonso el Sabio distinguía entre los magos que hacían bien al pueblo y los agoreros y hechiceros que eran truhanes.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

La magia y la brujería que se practicaban en España llegaron a América quizás en la carabela en que arribó Colón o, a poco, en las naos de los que lo siguieron. Y como debía suceder, estas artes no tardaron en unirse a las creencias indígenas y a las africanas.

La profesora Marcela Aspell, en su libro De Ángeles, sapos y totoras quemadas (Magia y Derecho en Córdoba del Tucumán), escribe esta introducción que muestra con pintoresquismo y exactitud el ambiente que rodeaba al brujo en nuestra Córdoba colonial: "Amparados en las sombras de la noche, reverenciando animales nocturnos, solitarios, silenciosos, esquivos, huidizos de las formas de organización social, carentes de familia y de residencia fija, mixturando elementos heréticos y religiosos, urdidores y componedores de voluntades, huyendo de los ingenios y apurando a los más crédulos, introduciéndose subrepticiamente en el arte de curar, rindiendo culto a las formas de la muerte, actuaron hechiceros, forteros, brujos, adivinos y agoreros." Dice Aspell que no pudieron escapar a las leyes que la sociedad creó para su organización; pero a su vez, estas leyes sufrieron el impacto del hechizo, aceptando la magia que no causara daño.

Cuenta, además, un caso en que la misma Justicia estaba dispuesta a creer en la magia de los magos: un alcalde cordobés de fines del siglo XVIII informaba al Gobernador haber puesto cuidado en encerrar a una bruja que estaba presa en el Cabildo, con cepo, cadenas y grilletes: "...por ser tan grande su arte que puede echar a volar las paredes y librarse de la prisión." Desde muy temprano, en la legislación española los hechiceros encontraron sus destinos regulados con Alfonso el Sabio, quien, sensatamente, destacaba a los astrónomos como científicos y a los agoreros y hechiceros como truhanes, dañosos, engañadores y "hacedores de grandes males". Se les prohibía a estos últimos vivir en el reino, y se prohibía a sus vasallos darles posada y encubrirlos. Las penas iban desde perder los bienes hasta perder la vida.

Pero el mismo rey distinguía a “los que hacen encantamientos u otras cosas con intención buena”, como sacar demonios de los cuerpos, poner paz entre los esposos o llamar a la lluvia, echar el granizo, matar la langosta, etcétera. Y aclaraba que debía, por ello, recibir galardón, dados sus buenos actos a favor del pueblo.

Felipe II, en 1598, mantuvo casi sin variantes esta ley, pero agregando: "Y si las Justicias no cumplieren e ejecutaren, que pierdan los oficios y la tercia parte de los bienes"; y mandaba que se hiciese público repetidamente la ordenanza, una vez cada mes, en día de mercado, y anunciado por campanadas, e igualmente por las afueras de la ciudad. Incluso ponía un premio al que informare de algo, que sería quitado de los bienes de las justicias o del reo." Tal era, entonces, la legislación vigente en nuestro territorio.

La profesora Aspell cuenta un caso que sucedió en Córdoba en 1769: en Río Segundo había aparecido un "médico" que decía curar los maleficios efectuados por una mujer, María Morona, que tenía al pueblo revuelto y asustado.

El Cabildo ordenó que se apresara al "médico", Santiago Acevedo, santafesino, de casi 50 años, soltero, albañil, medio carpintero y analfabeto, quien decía ser una especie de buen hechicero.

Sugerencias:

1) Leer La Bruja, de Jules Michelet (1798-1874), célebre historiador francés. Es un excelente estudio sociológico y también psicológico.

2) Conseguir el libro citado de Marcela Aspell: hay casos encantadoramente picarescos.