Adoro el género policial. Quizás sea porque mi viejo es un empedernido lector de novela negra y los libros de Chandler y Hammett estaban siempre a mano en casa. A medida que empecé a armar mi propio sistema de gustos entraron Roberto Arlt, Rodolfo Walsh y los misterios de Don Isidro Parodi, que escribían Borges y Bioy a cuatro manos, y que leí en aquellas maravillosas ediciones de kiosco de El club del misterio.
En los años 80, de adolescente, me topé con el que hasta la fecha es mi personaje favorito del policial argentino: el comisario Evaristo Meneses. No lo descubrí en un libro sino en las páginas de la revista Fierro, donde Carlos Sampayo y Solano López, publicaron por entregas una historieta que evocaba su vida y varios de sus casos más célebres.
Es que Evaristo fue un tipo real, realísimo, jefe de la División de Robos y Hurtos de la Policía Federal a mediados del siglo XX. Aficionado al box y al whisky, de hombros anchos y manos enormes, en su época se lo veía como a una especie de Eliot Ness criollo.
Era porfiado e implacable con los criminales, pero en el hampa le reconocían su respeto por los códigos de la calle: jamás "plantaba" pruebas, no detenía a nadie por su aspecto (la popular técnica lombrosiana) y jamás aceptó un soborno.
Los diarios narraron de forma cinematográfica sus duelos con malechores míticos como Pichón Laginestra y el Loco Prieto. Lo "retiraron" en 1964, cuando los años se volvían de plomo y los códigos de policías y ladrones comenzaban a cambiar para siempre.