La inteligencia artificial (IA) es una tecnología capaz de imitar la inteligencia humana para realizar determinadas tareas complejas que requieren niveles de conocimiento superior y habilidades especiales, sustituyendo capacidades intrínsecas de las personas como el razonamiento, el aprendizaje o la creatividad.
La extensión de este fenómeno tendrá alto impacto. Suele decirse que hay dos tipos de cambios culturales: los que se parecen más a una transición más o menos suave, una evolución no traumática de lo anterior a lo nuevo; y los otros, los que se asemejan a una ruptura y conllevan algo de ciclón o sismo incorporado, como sería en este caso.
Entre nosotros, desde la perspectiva histórica, podría datarse el advenimiento de tecnologías inéditas en no más de 40 o 50 años atrás. La fase de cambios radicales suscitados durante la posguerra, que proveyeron mayor confort y esperanza de vida, fue superada en esa materia durante la fase siguiente. Lo que les tocó vivir a los adultos mayores de hoy fue algo más que el pasaje natural y gradual de una época a otra, como venía siendo en décadas anteriores: fue un proceso disruptivo que sacudió la parsimonia de otrora, incorporando utensilios novedosos en plazos cada vez más cortos.
Últimamente, esos cambios son vertiginosos y causan cada vez menos asombro. Los nuevos rangos etarios –desde millennials en adelante– naturalizan y se adaptan al diluvio de primicias con una facilidad y destreza que no cuentan las generaciones anteriores para procesar el aluvión de cambios. Basta para ejemplificar el uso universal y sofisticado de la telefonía celular que va dejando a la vera del camino una legión de veteranos convertidos en náufragos analógicos.
La IA existe desde hace algunas décadas, pero esta nueva arremetida cobró repentino furor y amenaza a convertirse en el signo del tiempo actual como alguna vez lo fueron la Revolución Industrial, el descubrimiento de la energía nuclear o la fibra óptica que trajo la Internet y el uso masivo de redes sociales debajo del brazo.
A esta altura conviene subrayar que la historia de la Humanidad está jalonada de descubrimientos e inventos, y que la era posmoderna no iba a quedar exenta de ello, aunque la intensidad emergente puede ser inconmensurable, al punto de que pareciera cobrar súbita realidad lo que hasta hace poco era pura ficción, como la mostrada en películas premonitorias como Matrix u otras del mismo género.
Los posibles usos de la IA –por ahora incipientes– se despliegan en múltiples ámbitos y rubros variados, tales como producción, transporte, administración, comercio, salud, educación, arte y muchos más. Es capaz de falsear o clonar imágenes –como las que se viralizaron del Papa Francisco y Donald Trump–, componer música, y, sobre todo, dominar modelos de lenguaje.
Recursos digitales como el ChatGPT han comenzado a ser de uso corriente y cada vez con resultados comparables o más eficaces aún a los que puede alcanzar un humano. En breve estarán disponibles nuevas aplicaciones y algoritmos que comenzarán a ser de uso cotidiano e irán sustituyendo otros instrumentos convencionales.
Sin embargo, si bien la IA es una herramienta poderosa, no es la solución para todos los problemas ni ofrece todas las alternativas posibles, al menos de momento. Y, además, tiene su lado B. Una de las aristas más filosas es su potencial impacto en el mundo laboral. Si, según se afirma, podría mejorar la productividad, competiría con el trabajo intelectual ejecutado por humanos. Al respecto, ya preocupan la automatización y la implementación de sistemas inteligentes capaces de eliminar puestos de trabajo, del mismo modo que los robots lo vienen haciendo con tareas manuales.
Sería una posibilidad perturbadora que la creciente dependencia de esta nueva tecnología se torne tan amplia que acabe por reemplazar al ser humano, reduciéndolo a una suerte de zombi o rehén de un planeta dominado, no por simios, como en la célebre ficción, sino por máquinas autónomas. No en vano su irrupción trajo aparejado un debate temprano acerca de las posibles consecuencias de un derrame masivo y precoz, por ejemplo, en lo que tiene que ver en el ámbito del lenguaje y el conocimiento.
Intelectuales como Yuval Harari, Tristan Harris y Aza Raskin, parados en el costado crítico, han alertado acerca de los riesgos potenciales que entrañaría su difusión incontrolada y a mayor velocidad de la que las sociedades contemporáneas pueden absorber sin colapsar. Incluso, algunos van más allá, señalando que la IA podría devastar los pilares de la cultura humana acumulada a lo largo de milenios y reemplazarla por nuevos artefactos culturales generados artificialmente. Los más agoreros afirman que ignorar los riesgos aludidos y permitir el libre desarrollo de la IA puede traspasar la delgada línea de lo irreversible.
Menos catastrófico, aunque también preocupado por la creciente autonomía de las máquinas, Elon Musk, artífice de Tesla y fundador de OpenAI, tuiteó: “Las organizaciones que desarrollen inteligencia artificial avanzada deberían ser reguladas”. En esa misma línea precavida, cientos de expertos publicaron una carta abierta, reclamando suspender o pausar los experimentos que, según afirman, “ni sus creadores pueden entender, predecir o controlar”. Desde la otra orilla, panegiristas y defensores de la IA alegan que, usada correctamente, puede aportar a solucionar o mejorar numerosas cuestiones de todo orden, incluso favorecer mejor calidad de vida y un desarrollo más inclusivo a la Humanidad.
Inventos ancestrales como la pólvora, la brújula y el papel siguieron durante milenios controlados por el hombre que los creó. ¿Pasará lo mismo con la Inteligencia Artificial?