Un mundo transido por la guerra comercial, y en repliegue de los anclajes que había propuesto como cimientos de la globalización, deliberará en Argentina, en una conversación de resultado incierto.
La reunión del Grupo de los 20 alterará el curso de la realidad global en el corto plazo porque detrás del conflicto económico se entrevé la disputa geopolítica y la puja por un nuevo liderazgo. Sin las sutilezas diplomáticas del ciclo anterior.
En otra muestra de su propensión a escapar de los debates ineludibles, la política argentina eligió dos caminos -diferentes sólo en apariencia- para eludir el desafío de explicarle a la ciudadanía cómo la afectará la cumbre de los líderes más poderosos del planeta.
Una parte de la elite dirigencial se dedicó a comentar sólo los detalles de contexto y en sus dimensiones pueblerinas: el impacto en el tránsito de las calles porteñas, las condiciones de seguridad, el fugaz éxodo recomendado a los habitantes de la ciudad anfitriona. Es la revolución de los distraidos.
En ese fárrago se perdió también el discurso oficialista. Un dato llamativo para una coalición política como Cambiemos que nació con la promesa de retornar desde el aislamiento hacia el mundo. Para Macri, ese articulación exterior de la actual transición argentina tenía un tono agradable cuando gobernaba Barack Obama. Pero del estallido del gradualismo lo rescató Donald Trump.
Otra parte de la dirigencia intentó armar una contestación al G-20 que salió bastante mal.
La expresidenta Cristina Fernández lideró una convocatoria deslucida a la que no asistió ni siquiera la totalidad de los sobrevivientes de la extinta alianza bolivariana que hegemonizó la región en la década anterior. Resta saber si ese colectivo político intentará traducir esta semana y con violencia en las calles la frustración e impotencia de esa posición perdida.
También el eje discursivo pareció extraviado ante el nuevo escenario global. Cristina sonaba más actual cuando rezongaba contra el anarcocapitalismo.
Como no le conviene quedar pegada a la última molotov, volvió a las referencias legendarias sobre el imperio neoliberal. Que parecen y son jurásicas en un mundo occidental sacudido por el auge del populismo a izquierda y derecha, y las apelaciones del comunismo chino a las conveniencias del libre comercio.
A menos de una semana de la cumbre del G-20, la política argentina ni siquiera debatió con claridad las oportunidades o inconveniencias de la agenda propia que desarrollará el Presidente de la Nación.
Como se preveía cuando el Fondo Monetario salió en auxilio de la economía argentina, la reunión del Grupo de los 20 tendrá lugar en un escenario de dólar anestesiado. El tipo de cambio no se calmó sólo por el ingreso de préstamos, sino por la planilla de ajuste monetario que se impuso el Banco Central. La contracara era previsible. El país ya entró técnicamente en recesión.
Cuándo tocará el piso ese descenso y hasta cuándo se prolongará son las dos incertidumbres persistentes de la política urgida por la cercanía del tiempo electoral.
Hace ya tiempo que el régimen de competencia política en Argentina es un juego de triple vuelta electoral para elegir presidente. Condicionado -además, y de ida y vuelta- por un calendario de elecciones provinciales y locales desdoblado hasta el infinito. Como un largo campeonato con desafíos de diferente intensidad en cada domingo.
El peronismo territorial lo dejó en evidencia en su última reunión ampliada. La entente con el kirchnerismo para retomar el control del Consejo de la Magistratura fue rápidamente cursada a ejercicio vencido. Como urgencia de consorcio frente a la acechanza de la tobillera electrónica.
Pero la unidad para el desafío electoral es una cosa distinta. Los gobernadores que ensancharon el Grupo de los Cuatro dirigentes justicialistas más esquivos con Cristina ya tienen definido el calendario de sus prioridades.
En los dos primeros trimestres del año entrante, intentarán retener sus territorios. No sólo lejos de la elección de octubre. También del plazo de inscripción de las candidaturas para las primarias nacionales.
Todo será agitación en ese escenario después de mayo. No es para menos. El oficialismo y la oposición dilapidaron el tiempo de la captación. El momento de la persuasión del adversario más cercano. Al estilo de Carlos Menem con la Ucedé, la alianza de la UCR con el Frepaso o Néstor Kirchner con la transversalidad.
Fue porque este año estallaron los dos gradualismos que caracterizaron al país reciente. El que eligió Macri para evitar el ajuste y el que eligió el peronismo para desplazar a Cristina.
Muerto el tiempo de la captación, la política se volverá a sacudir como en un sismo. Con la colisión de dos grandes bloques liderados por Macri y Cristina. O con la fractura de ese valle en tres.
En unas declaraciones tan infortunadas que desmintieron sus antecedentes de buen comunicador, el ministro Nicolás Dujovne describió una novedad inesperada: la de un ajuste económico con inflación y recesión que no se lleva puesta la institucionalidad democrática.
Vista al trasluz, esa radiografía desnuda un desafío inédito para la política argentina: asumir que la crisis económica tiene más probabilidades de buscar como un río desbocado el cauce electoral, que de encender los motores del helicóptero en fuga.
Hay allí un mérito incipiente de maduración social que Dujovne explicó de la peor manera. También una amenaza a la política que esperaba para el año entrante una discusión guionada con la parsimoniosa seguridad del gradualismo.
Ahora los políticos miran a la recesión incierta y dudan de los consejos de sus economistas.
Que como bien sugiere la ironía popular, en Argentina suelen equivocarse con fecuencia. Incluso cuando pronostican el pasado.