Un antiguo esplendor

Mis hermanos y yo solíamos recorrer esas casonas vacías, buscando misterios y fuentes escondidas entre las matas.

Siempre me ha atraído la arquitectura, posiblemente porque crecimos viendo los dibujos de papá, cuando estudiaba en la Escuela de Bellas Artes, en Córdoba, y los hermosos libros sobre el tema de su biblioteca.

Al llegar a Cabana, me maravillaron las viejas casonas, algunas en uso, otras abandonadas, que se encontraban perdidas en los recovecos o los imprevistos llanos de las sierras que nos rodeaban.

Para una criatura llena de imaginación, aquellas casas guardaban historias increíbles, a medias oídas, a medias entendidas. No era menor la de los Bernis-Sales, la Villa Titina de los cedros de la que a veces he hablado; aquella donde, al llegar, nos recibió un zorro en cuerpo y alma, animal sólo entrevisto en los libros de cuentos o en alguna película inglesa. La que tenía un subsuelo donde se guardaban muebles antiguos que me fascinaban, con sus rosetones de madera y telas acanaladas, donde entreveíamos paisajes oscurecidos de polvo en los cuadros al óleo con marcos dorados que descubrimos detrás de pilas y pilas de revistas que eran mi solaz: el Mundo Argentino, con el Príncipe Valiente, Maribel, o quizás Chabela, donde leía los novelones de Max Du Veuzit y Guy de Chatepleure, que me marcaron para toda la vida.

Cerca de ella había una casona enorme, de varias plantas, con aire de propiedad de la campiña italiana: decían que allí había vivido una cantante de ópera, ya retirada, a la que alguna vez vi pasar, con chofer, en uno de aquellos autos enormes y descapotados, ella con un gran sombrero y un tul que le envolvía la cabeza.

Y cerca del recodo donde una siesta nos topamos con un puma, había varias mansiones al amparo de la montaña: una casona alpina, hoy recuperada, otra que parecía una casa rural española, y la que más me llamaba la atención, una especie de "villa" romana, de fin de siglo, llamada Villa Boilini (nunca supe cómo se escribía); tuve que esperar cincuenta años para enterarme de su historia: un comerciante italiano, quien a principios del S.XX compraba mármol cordobés, decidió viajar a nuestro país y conocer las canteras de esta provincia: se quedó a vivir entre nosotros, trajo a su familia y levantó su casa de campo en Cabana, por ese viejo camino donde ya estaba la casa de piedra gris de unos ingleses, hasta hoy ocupada.

Estas propiedades solían estar deshabitadas, ya porque sus dueños venían sólo en verano, o en Semana Santa, ya porque sus herederos no sabían qué hacer con ellas.

Mis hermanos y yo solíamos saltar los muros, recorrer el parque buscando las fuentes escondidas entre las matas, descubrir las glorietas desaparecidas bajo glicinas espinosas que ocultaban misterios para unos niños imaginativos y de muchas lecturas como éramos entonces: confieso que yo aún lo sigo siendo. A veces, algo intangible nos atemorizaba obligándonos a huir lejos de allí, de las tragedias que contaban los serranos.

Aún hoy, cuando encuentro alguien que me tenga paciencia, me encanta recorrer esas soledades que me hablan de un tiempo inimaginable, en un lugar perdido donde vivieron gentes de riqueza, con autos descapotables, López Lagar a caballo filmando una obra de García Lorca, o aquel enamorado a quien conocí ya anciano, que hizo para su mujer una jaula enorme, donde encerró pájaros exóticos traídos de otros países.

Fue él quien, en las siestas de verano, sentados en la galería, me contó las primeras leyendas que oí siendo adolescente mientras contemplaba la jaula caída, los pájaros huidos y su amor convertido en acíbar.