Soledad Barruti: "No hay manera de sostener el consumo desaforado de carne de nuestra sociedad"

Se ha dedicado a indagar en temas sobre la industria alimentaria y generar revuelo con sus libros o videos virales, en los que cuestiona a las grandes firmas de alimentos.

Soledad Barruti (Archivo Clarín)
Soledad Barruti (Archivo Clarín)

La primera vez que Soledad Barruti se interesó por el "detrás de escena" de la industria alimentaria fue en 2012, cuando se le ocurrió mirar la etiqueta del juguito que metía a diario en la mochila de su hijo. Al leer la letra chica descubrió que no solo no contenía manzana, sino que era un cóctel de azúcar, colorantes y saborizantes. Desde entonces se ha dedicado a indagar en estos temas y generar revuelo con sus libros –Malcomidos (2013) y Mala Leche (2018)– o videos virales, en los que cuestiona a las grandes firmas de alimentos, llama a no comprar más "postrecitos" y exige al Estado políticas agroecológicas. Una "gurú verde" en la mira de todos.

-Te volviste una de las principales voces en contra de un mega acuerdo con China para exportarles carne de cerdo. ¿Por qué te parece negativo?

-Porque pasar de producir 6 o 7 millones de cerdos, como ahora, a 100 millones sería un desastre a niveles bélicos. Los productos de origen animal que se crean en estos esquemas de hiperproducción, acá y en todo el mundo, son posibles gracias a una maquinaria de crueldad tóxica. Para que “rindan” a estos cerdos, vacas, caballos y pollos se los cría hacinados y de manera cruel; y esto va generando sufrimiento y enfermedades que los grandes establecimientos contienen con hormonas, antivirales y antibióticos. Esta manera de producir llega al producto que te llevás a la boca: leche, una milanesa, huevos. No es algo nuevo pero podemos evitar que sea peor. Y desde la rutina familiar, la salida que veo es bajar el consumo de carnes y derivados, y tener una alimentación más basada en plantas. No hay manera de sostener el consumo desaforado de carne de nuestra sociedad. No es saludable para vos ni para el planeta. Por más sanito que te vendan el pollito con ensalada, si viene con este trasfondo es tremendo.

-En "Mala leche", tu último libro, decís que la alimentación moderna está basada en "cosas" disfrazadas de alimentos. Y que para producirlas, se estudian antes las combinaciones de grasas, azúcares y aditivos que nos generan mayor adicción. Suena inquietante. ¿Qué papel nos toca a las personas en este escenario que planteás?

-La comida elaborada del súper se volvió el arte de hacernos los mejores consumidores posibles, no las personas mejor nutridas. Y para sostenerlo necesitan que comamos de manera voraz y que reemplacemos nuestra cultura alimentaria y familiar por unos pocos ingredientes, los mismos en todo el mundo.

-¿Qué ingredientes?

-Harinas, azúcar, sal, aceites de mala calidad, saborizantes y aromatizantes que nos hacen creer que estamos comiendo otras cosas: patitas de pollo, medallones de pescado, jugos de frutas, snacks de queso, galletitas, cereales, postrecitos fortificados... Pero esas cosas no tienen ni pollo, ni pescado ni frutas. Y encima de que nos generan adicciones y no nos alimentan para nada, obturan el vínculo real que podríamos tener con nuestro territorio y sus posibilidades culturales de alimentación. No debería ser lo mismo vivir en el Altiplano, donde se desarrolla una variedad increíble de papas, que en la llanura pampeana o en un pueblo de pescadores.

-En el éxito de los productos ultraprocesados seguramente incide el marketing pero también nuestro desinterés por saber lo que estamos comiendo. ¿Nos falta educación?

-Partamos de que venimos de muchos años de confundir publicidad con educación. Y la publicidad está pensada justamente para ser efectiva y convencer, imponernos deseos nuevos y hábitos. Esa es la conexión que tenemos con la información alimentaria. Además, romper el hechizo da miedo: ¿Por qué nos vamos a meter en el problemón de «saber», si nos ofrecen cosas que nos gustan y sentimos que nos resuelven la vida? Por suerte, cada vez hay más personas que se interesan por estos temas, debido a que el deterioro de la salud nunca fue tan grande como ahora. Está bueno que hablemos de cómo comemos y poner en crisis el discurso hegemónico que sostiene que hay una única manera de producir alimentos y de comer. Es una gran mentira, no es así.

-Según tus investigaciones, la infancia es la más perjudicada por estos hábitos de alimentación de las últimas décadas. En tus libros sostenés que un niño de ahora, de ocho años, ya comió la misma cantidad de azúcar que su abuelo en ochenta años.

-No lo digo yo sino personas como Qu Dongyu, presidente de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) o el pediatra y endocrinólogo estadounidense Robert Lustig, cuyas investigaciones en la Universidad de California demostraron que el azúcar es el veneno de esta época, responsable de la crisis de malnutrición y obesidad que vive el mundo. A toda esta azúcar la comemos disfrazada en ultraprocesados, cuyo consumo en los hogares aumentó un 180% en los últimos diez años. Algo que está provocando en chicos de doce años enfermedades que antes eran de gente grande, como la diabetes 2, hipertensión, hígado graso, disfunciones hormonales. Un estudio sobre 14 mil niños hecho en Inglaterra sugiere que si se empiezan a consumir estos productos a los tres años, a los ocho el coeficiente intelectual está reducido. Sin pensarlo, estamos haciendo con los más chicos un experimento nunca visto en la humanidad.

Soledad Barruti (Archivo Clarín)
Soledad Barruti (Archivo Clarín)

Letra chica

El interés de Soledad Barruti por estos temas floreció en 2012, cuando miró con lupa la etiqueta del juguito de manzana que metía a diario en la mochila de Benjamín, su hijo de diez años: en ese producto, se dio cuenta, no había nada que hubiera salido alguna vez de una manzana real.

Entonces emprendió una investigación casera, que primero se basó en leer los rótulos de todo lo que había en la cocina, para luego pasar a revisar sus propios gustos, «algo que auspició de puerta de entrada a un territorio inimaginable», cuenta en su libro Mala Leche: «Durante los cuatro años siguientes me dediqué a visitar oficinas de marketing, estudios de publicidad e imagen, corporaciones, fábricas y laboratorios donde se crean las fórmulas perfectas para que comprar sea sinónimo de comer sin saber», cuenta en el primer capítulo.

«Hablé con los científicos que trabajan manipulando los sentidos, exaltando el deseo y estimulando el consumo. Y también con los otros: los que desde hospitales, clínicas y centros de investigación están aterrados por el daño que provoca el éxito que tienen sus colegas en la vereda de enfrente».

-Muchas familias argumentan que sus hijos detestan las verduras y hasta el agua, y que la única manera de que coman es dándoles lo que conseguimos en el súper... En lo cotidiano se vuelve una encrucijada.

-Creo que somos los adultos quienes tenemos internalizado eso... Entramos con esos prejuicios a nuestra maternidad o paternidad llena de inseguridades, y los transmitimos a nuestros hijos. Podríamos instalar otras ideas de disfrute pero estas son las que conocemos. Ya de chiquitos les damos productos de colores y texturas llamativas y cargados de azúcar, que nunca podríamos reproducir en casa. Solo las empresas pueden. Queremos darles siempre el mejor alimento posible a nuestros hijos, aunque no podamos pagarlo: los sectores empobrecidos, cuando cobran sus trabajos o ayudas sociales, lo primero que hacen es invertir en yogures y lácteos para los más chiquitos. El 80% de las compras de alimentos del hogar las digitan los niños, pero no porque pidan, sino porque la industria nos convence a los grandes. Es un fenómeno mundial que atraviesa diversas realidades. Es impresionante que niñitos del Amazonas, en plena selva, con tanta riqueza de jugos y frutos, pidan desayunar café instantáneo porque lo vieron en la tele: la publicidad funciona.

-¿Cómo ves a la Argentina en cuanto a leyes alimentarias? ¿Existen experiencias en otros países que podrían servirnos de referencia?

-Venimos mal en ese sentido, ni siquiera hay debates públicos sobre alimentación. Acá, a quien dice algo en contra de un snack o una patita de pollo se lo tilda de hippie o romántico... Pero en otros países incluso más grandes que el nuestro han tomado medidas interesantes. O sea que es posible. Las leyes de rotulado de productos están muy buenas, y ya las están adoptando en muchos lugares: establecen que los productos deben tener bien claro, en la etiqueta principal, si contienen altos contenidos de azúcar, sal, grasas y aditivos. Para mí, la mejor experiencia de este tipo la está haciendo México, que además agregó si tienen edulcorantes y cafeína. Esto es central porque está comprobado que los edulcorantes son altamente perjudiciales para la salud de los niños. Chile es el país que llegó a una regulación más completa prohibiendo las imágenes infantiles en publicidades orientadas a niños y subiendo impuestos a los productos más problemáticos, como las bebidas azucaradas. Y Brasil fue el que mejor encaró durante el gobierno de Lula la promoción de la producción agropecuaria saludable, con un incentivo de compras públicas y directas del Estado a los productores familiares que privilegiaran las prácticas agroecológicas, sin agrotóxicos, para abastecer a comedores escolares y demás instituciones públicas. Además, promovió la reinserción de productores en el campo y que se comiera la mejor comida posible en los distritos más pobres. Sencillamente una ley de incentivo a la agroecología. Muchas cosas podemos hacer a nivel de políticas públicas.

-Durante la pandemia proliferaron los emprendimientos de cooperativas que llevan fruta y verdura agroecológica a domicilio. Y pareciera haber un creciente interés por la cocina saludable. ¿Estamos frente a un despertar de conciencia? ¿Qué estrategias podemos sumar en nuestra rutina hogareña?

-Como te decía antes, hay un mayor interés, sobre todo porque aumentaron las enfermedades de la vejez en niños y gente joven. Creo que hay distintos grados de problemas y también de soluciones que vamos encontrando frente a estas cuestiones. Es imperioso que haya políticas públicas, pero mientras no existan podemos encarar pequeños grandes cambios. Si no nos queda otra que comprar en la verdulería, donde se suele vender fruta y verdura que fue cultivada con pesticidas, lavémosla bien y pelémosla. Pero lo ideal es comprar a emprendimientos más chicos que las produzcan de manera agroecológica y la comercialicen sin tanto intermediario. Más barato y saludable. Y quien pueda, que se arme una huerta. En cuanto a los productos ultraprocesados, lo mejor es no comerlos. Ni una vez. Hay que sacarlos de la dieta: son caros, dañan la salud y van confundiendo nuestros sentidos al punto de que a veces no podemos dejarlos porque nos volvimos adictos.