Una amiga les cuenta a sus hijos la historia de la máquina de escribir, detalló su uso, el tecleado y los gratos recuerdos que esta herramienta le proporcionaba. Y me empecé a plantear: ¿los objetos del pasado eran mejores para nosotros? Recuerdo que la máquina de escribir se utilizaba poniendo dos hojas con papel carbónico para que una quedara de copia; que, cuando nos equivocábamos, usábamos un papel corrector y reescribíamos sobre el error; en síntesis, corregíamos el error y, si era ortográfico, aprendíamos de él. Hoy tenemos un ordenador, o computadora como se decía antiguamente; no tengo necesidad de corregir, ya que la máquina lo hace por mí. Tampoco me tengo que preocupar por la caligrafía. Recuerdo que había una materia en la escuela que se llamaba precisamente caligrafía, donde aprendíamos a tener buena letra y hacíamos las letras entre cuatro líneas: cursiva, gótica e imprenta. Y me acuerdo que, para escribir, tenía una lapicera a fuente, la Parker. ¡Qué emoción cuando me regalaron una, con el capuchón bañado en oro y mi nombre grabado! Se cargaba con tinta a un depósito con una palanquilla, y la Tintenkuli de mi padre era una joya. Hoy tengo el ordenador, que corrige mis errores y le pongo la letra que yo quiera.
Lo más insólito me sucedió los otros días: una de mis nietas me pide que la ayude con la tarea, que era una composición sobre un cuento. Cuando empecé a escribir, mi nieta me frena en seco y me dice:—Abuelo, ¿no tenés el programa de voz?Desorientado le dije que no. Como una astronauta, la nena apretó unas teclas desconocidas para mí y comenzó a dictarle a la máquina, que escribía sola. Atónito pensé: “Ahora no hace ni falta escribir”. Ahí comencé a pensar en tantas actividades que desarrollábamos con los objetos olvidados. La regla de cálculo, un instrumento que parecía una regla pero era un elemento de cálculo; en base a ese resultado calculábamos, a lápiz y papel, las vigas y las columnas. Hoy existe el programa AutoCAD, donde el operador coloca los datos y la máquina le da la solución. Y así podría seguir varios días recordando cosas que supuestamente nos solucionan la vida. Pero me pregunto: ¿nos hacen pensar?, ¿nos vuelven más diestros en nuestras habilidades? ¿Y qué hacemos con el ocio que nos permiten estas tecnologías?
Cuando era chico, terminábamos la tarea y salíamos a jugar a la pelota. Si teníamos suerte, jugábamos con una de cuero de alguno de los chicos; la más común era una de goma. Recuerdo que gané una en un bono que saqué en el sobre de figuritas. Sí, las figuritas de chapa, que eran de los jugadores de fútbol y había que llenar el álbum. Eran redondas y traían la cara de alguno de nuestros ídolos. Jugábamos en la calle a la figurita, que consistía en tapar la del contrario arrojándola desde una pared, o a la bolita. Recuerdo mi bolsa de bolitas: tenía una cachuza, que era mi puntera. ¡Cómo la quería! Se hacía un triángulo en la tierra y, desde una distancia, se tiraba la bolita. Había que ser diestro, ya que se arrojaba con los dedos gordo e índice; había que tener habilidad para eso. O los soldaditos de plomo, con los que inventábamos historias de guerra. Volvíamos a casa transpirados, cansados y felices.
Luego, como en el cuento de Lovecraft El color que cayó del cielo, apareció la televisión: primero blanco y negro, luego color. Y nos fuimos quedando en nuestras casas; ya no salíamos a patear o a jugar a la bolita. Ahora estaba la tele y dejamos de crear historias: ahora me las daban en lata. Esto evolucionó y apareció un aparato maléfico para mi gusto: la PlayStation. Veo a mi nieto jugando un partido de fútbol y le pregunto cómo se juega, buscando un poco de integración. Me dice:—Con este botón pateás, con este otro corrés y con el otro lateralizás.No entendí nada y me alejé. En la otra habitación, mi otra nieta con unas gafas que le cubrían los ojos completamente… Pregunté: “¿Qué es eso?” —Realidad virtual, me dijeron—. Inventás la historia que querés y jugás. Me las puse y me encontré en una batalla contra musulmanes. ¡Qué diferente a las batallas con hondas que hacíamos en el barrio! Ahí el peligro era real y podías volver con la cabeza rota. La honda: ese artefacto hecho con goma y una horqueta de árbol, con el que arrojábamos piedras.
Comencé a entender los problemas de los chicos actuales: sus fantasías electrónicas se vuelven reales, el miedo es una sombra que nosotros agrandamos o achicamos. Comprendí las crisis de pánico tan comunes en la actualidad y me di cuenta de lo importante de los objetos antiguos: la vida era real, las peleas eran reales y volvías con un ojo negro y una sonrisa; el gol se gritaba, o sentías la satisfacción de que el cálculo me había salido bien. Nuestra vida era real.
Es por eso que, cuando quiero hablar en reuniones familiares de mis experiencias, de los artefactos, de la máquina de escribir, de la regla de cálculo o de la honda, nadie me escucha. Quizás porque no entienden de qué hablo. Y me repliego y me envuelvo en mis recuerdos, que me hacen feliz.