Vía Tres Arroyos te presenta un nuevo cuento de Valentina Pereyra en esta edición de Pinceladas literarias:
UNIFORMADAS
La mujer de guardapolvo rosa usa ojotas. Para mí es boliviana. Su andar como péndulo, sus dedos negros atravesados por el plástico del calzado y la trenza bien retorcida que le surca la espalda y, su acento, me lo confirman.
La mujer de azul oscuro lleva un ambo, es más alta y un poco más delgada que las otras, tiene el pelo recogido en un rodete, raíces negras, puntas amarillas, es más joven que las otras, tiene el cuerpo bien marcado, la tez más blanca y de vez en cuando le sonríe al niño que hamaca. Para mí, es paraguaya.
La de guardapolvo gris y un delantal del mismo color, pero un tono más oscuro, es la más baja. La frente sostiene cejas más anchas y el pelo, a dos aguas, se sujeta en la nuca con una cinta blanca. Un bolsillo enorme le sostiene la panza. Ahí guarda una toalla celeste con puntillas blancas y un paquete de pañuelos descartables que transparenta la tela. Por la musicalidad de su voz podría ser peruana.
Abro mi libro y lo apoyo sobre las piernas, intento la lectura, pero nada. Lo que pasa en el corralito me atrapa. Nos separa un círculo de rejas que los encierra. Adentro: mujeres de cabellos negros, teñidos de rubio y colorados; piel blanca o negra; dientes que brillan al sol; niños y niñas que apenas caminan o que gatean por el arenero.
Afuera: los jubilados que juegan al ajedrez en dos mesas que tienen los tableros pintados; hombres vestidos con trajes y mujeres de tacos altos que sacan sanguches de sus morrales a la hora del almuerzo; estudiantes que a la sombra de los jacarandás alivian la mente de los datos que intentan recordar. Leo un párrafo y levanto la cabeza aturdida por el llanto a boca de jarro de un nene que, adentro del corralito, estira sus brazos desde un cochecito de bebé.
Si no fuera porque las mujeres tienen uniformes de distintos colores, no las podría distinguir. Menudas, corpulentas, de caderas anchas y pechos duros; piel morena, pelo renegrido que cuelga en cola desde sus nucas hasta el final de la cintura; mujeres sin sonrisa.
Trato de adivinar de dónde vienen. Las de ojos más achinados, serán norteñas o bolivianas; las de ojos redondos paraguayas, las de frente ancha peruanas. Me acerco más a la verdad si escucho el tono dulzón de sus voces que sube y baja silencioso. Me pierdo en las manos gastadas y en las oscuras miradas. Mujeres que crían hijos ajenos.
Dejo el libro sobre el banco y me enfoco en lo que pasa adentro del corralito en el centro de la plaza del Jacarandá, en el barrio de Palermo. Pequeños que gritan para que los socorran si el tobogán les resulta más alto de lo que pensaban. Piernas chuecas y pasos titubeantes se bambolean alrededor de las hamacan con asientos especiales para sostener a los bebés; calesitas de plástico; toboganes coloridos y bajos; dos subibajas. Voces imperceptibles y desarticuladas balbucean el nombre de las mujeres: Silvina, Rosa, Encarnación, Concepción, Nadia.
No se miran, si no estuvieran tan cerca pensaría que no se ven. La mujer a la que mentalmente llamo “la paraguaya” se agacha hasta tocar el piso con su falda y le acerca a la niña a su cuidado unos baldes de plástico. La nena los carga con arena, la mujer la ayuda a hacer la mezcla con un poco de agua que vierte de su cantimplora. ¿Lo habrá hecho antes, habrá ayudado a los hombres de su familia en las construcciones? ¿Es cierto que todos los paraguayos son albañiles? Parece ducha con la pala y con los moldes. Ella y la niña construyen casas: una sobre la otra, como en su barrio.
La que nombro internamente “la boliviana” entierra sus ojotas en el pasto y lleva su figura corpulenta hacia las hamacas, el niño al que cuida sostiene su mano y cuando se enfrenta al juego, llora. Quiere que lo suba, pero están todos los asientos ocupados. No entiende y llora. La mujer espera y cuando se desocupa una hamaca, alza al pequeño y lo columpia.
La peruana revuelve una mochila con dibujos de Hello Kitty y saca unas muñecas pequeñas, vestidas con atuendos brillantes y vinchas de colores. Las sienta en el zócalo de material que rodea al árbol central de la plaza y les ofrece comida de plástico, estira la otra mano y le alcanza a la niña una galleta dulce. La pequeña le convida, pero la mujer no acepta.
Las frenadas del colectivo 39 en la parada de la avenida Las Heras me saca de mis pensamientos. Giro para ver qué pasa que hay tanto bullicio que llega desde ese lugar. Más mujeres negras, mestizas y blancas uniformadas, esperan.
Los ruidos de la capital no las conmueven. Se mezclan en la cola del colectivo con los estudiantes del Colegio Sagrado Corazón que está enfrente. En el corralito las mujeres siguen en su tarea irrenunciable: hamacar, hacer tortas de arena, esperar la bajada del tobogán y sostener a esos cuerpos débiles, suaves, berrincheros que se lanzan confiados hacia sus manos.
El sol se esconde entre las ramas, cuela la luz invernal de las cinco de la tarde y destempla el aire. Las mujeres uniformadas buscan los abrigos de los pequeños, luchan con ellos para ponérselos, esquivan sus manotazos. Los siguen con la mirada y se aseguran de que no salgan del corralito.
Agarro el libro, avergonzada ante la mirada inquisitiva de la boliviana, y lo guardo en mi mochila; sacudo las pinochas que quedaron pegadas a mi pantalón, meto la mano en el bolsillo de la campera, toco la tarjeta SUBE y camino hacia la parada. Las miro por última vez.
Cama adentro o cama afuera, da igual, el tiempo no es relativo para ellas. Todavía les queda bañar a los pequeños a su cuidado, preparar su cena para ellos y sus padres, alimentarlos, dejar la ropa planchada para el día siguiente y, si son de las que se van a su casa, les falta tomar el colectivo hasta la estación del tren y una hora y media más hasta la parada; caminar veinte cuadras hasta el caserío. Una vez allí, todo volverá a empezar.