Corriente amarronada, islotes rebosantes de hiedras y palmas, pirañas, mosquitos, hormigas-bala, jaguares nadadores, anacondas... Y todos los pájaros posibles. En la Amazonía peruana la vida se expande en los dominios del agua.
La Amazonía es la selva tropical más grande y antigua del planeta: un fantástico ecosistema que recorre nueve países de Sudamérica (7 millones de km2) acompañando al impetuoso río Amazonas en su derrotero hacia el mar. Es hogar de un millón de indígenas que viven en comunión con la naturaleza y escenario de la biodiversidad más asombrosa que imaginemos: 40 mil especies de plantas con flores y 16 mil de árboles, 4 mil variedades de peces, 1.300 de pájaros, 426 de mamíferos, 379 de reptiles... Una auténtica arca de Noé planetaria.
A fines de agosto tuve la suerte de viajar al Perú, invitada con otros periodistas para adentrarnos en la belleza y los mitos de la Amazonía peruana, que representa nada menos que el 62% del territorio de ese país. Se piensa a Perú como una nación andina, pero tiene más de la mitad de su cuerpo en la selva.
Durante una semana inolvidable recorrimos ríos tropicales e islas frondosas, sin sospechar que no tan lejos, en la frontera con Brasil, grandes extensiones de este poderoso "pulmón verde" estaban desapareciendo bajo las llamas. Nos enteramos el último día. No puedo contar este viaje sin pasar por el fuego.
De enero a agosto, se han detectado en la región amazónica alrededor de 80 mil incendios, un 83% más que en todo 2018, según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil. Para el INPE, la mayoría de esos focos fueron iniciados por la mano humana con el fin de despejar tierras para la agricultura, la explotación forestal y la cría de ganado.
A mi regreso consulté al experto Carlos Nobre, investigador del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Sao Paulo y ex miembro del INPE. Y lo confirmaba: "Este fuego no es causado por condiciones climáticas, sino por el rápido corrimiento de la frontera agrícola. Es un crimen contra la naturaleza porque podríamos aprovechar los activos biológicos de la Amazonía para una economía mucho más rentable que con agricultura y ganadería... Un esquema que podríamos desarrollar con el bosque en pie", me decía por WhatsApp.
Nobre es uno de los más destacados expertos en calentamiento global y quien hace casi treinta años alertó sobre el proceso de "sabanización" de esta región acosada por el desmonte:
"Es importante que los países comprendan que son posibles otros modelos de desarrollo económico menos agresivos con el planeta –aclara–. Podemos lograrlo: la Amazonía nos brinda miles de posibilidades... El açaí, por ejemplo, es un fruto amazónico que hoy motoriza una industria de mil millones de dólares anuales para la región".
Iquitos: mototaxis y mosquitos
Por suerte, la selva peruana no ha sido de las más dañadas por la avanzada humana. Aunque en agosto se detectaron algunos focos a 500 km de la frontera con Brasil, el fuego no llegó a este paraíso que acabo de conocer. Agradezco poder contar todavía una historia de naturaleza viva. Aquí empieza mi viaje entonces. En Iquitos, la "capital de la selva".
La entrada a la Amazonía peruana es esta isla rodeada por los ríos Nanay e Itaya, donde no circulan autos y sobra la humedad. Tuve su cielo plomizo atado a la cabeza las veinte horas que pasamos acá. El centro de la ciudad es un hormiguero de ruidosas mototaxis (¡hay unas 45 mil!) que te rugen en cada esquina. Sobre el malecón de Tarapacá, en el barrio más antiguo, un puñado de edificios como la Casa de Fierro y el Ex Hotel Palace reflejan un pasado de opulencia.
Joao vende sus "raspaos" a dos soles (unos $35 pesos nuestros), frente a algunos de estos caserones venidos a menos. El raspao es un refresco con hielo molido, leche condensada y jarabe de frutas, que puede ser lima, maracuyá, menta o piña. Con los calorones de agosto (35º súper húmedos, con térmicas de 40º) son como oasis asomando en el horizonte de cada cuadra.
También hay carritos que ofrecen jugosas frutas listas para comer, tamales o brochettes de "suri", un gusanote amarillo que crece al pie de las palmas y se saborea asado. Dos soles por tres gusanos ensartados en un palillo. Me saben babosos, gusto a langostinos... Definitivamente un plato muy popular en la selva.
Entre 1890 y 1915, Iquitos experimentó la "Fiebre del Caucho" con decenas de ingleses, franceses y portugueses que se daban la gran vida en sus salones sociales, mientras engordaban los bolsillos con el látex natural que arrebataban a la selva. Para esta tarea, esclavizaron hasta la muerte a varias tribus que vivían en las proximidades de los manchales de caucho.
La memoria del lujo y la explotación hoy perdura en lo paradógico: mientras los guías turísticos nos llevan de paseo por Iquitos presumiendo de las viejas mansiones del caucho, en la selva el pueblo Yagua sigue usando faldas rojas como símbolo de dolor.
Una travesía en “La Perla”
Dentro de Iquitos, dos horas al sur por la única ruta de la isla, nos espera el puerto de Nauta y el crucero "La Perla", que nos llevará por varios ríos hacia la selva profunda. De afuera la vieja embarcación parece salida de Fiztcarraldo, la famosa película que Werner Herzog filmó acá para contar el auge del caucho; pero sus coquetos camarotes con ventanal XXL al Amazonas, aire acondicionado y sábanas suaves delatan que la firma Jungle Experience la remozó como crucero delux.
Cada postal de estos días es desmesurada. Cuando nos llevan a navegar por el mítico Amazonas y de repente nos vemos rodeados de agua, sin orillas a la vista... O la mañana en que salimos a pasear bien temprano por las aguas del Marañón y una bandada de garzas nos "marcó" el camino por casi media hora.
O el último atardecer, cuando bordeando un islote ensordecedor descubrimos que su tupida vegetación estaba copada de cotorras... Miles y miles gritando a la vez. "El alboroto es por la hora de la cena", nos aclaró nuestro guía en la selva, Robinson Rodríguez (¡increíble su nombre!), y tras unos instantes, se despidió de los loritos agradeciéndoles por dejarse ver.
Robinson nos cuenta que antes de la conquista española las tribus amazónicas eran animistas. Y asegura que, pese a las imposiciones del Cristianismo, muchas de ellas siguen creyendo en los espíritus que habitan cada planta, cada animal.
En las charlas de estos días nadie parece discutir el carácter mágico de la Naturaleza, y yo empiezo a entrar en sintonía con las anécdotas: en la tribu Kukama, la chamana Carola nos cuenta que el chamán anterior, su abuelo, era capaz de levitar y "viajar" bajo las aguas durante horas si presentía que un enfermo lo necesitaba. Me resulta más verosímil esta historia que otra que escucho al rato: la de una anaconda de 12 metros que quería sumergirse pero salía a flote porque se había tragado un tapir.
Por las dudas, anoto todo.
Los anchos Marañón y Ucayali son autopistas fluviales por donde pasa la vida comunitaria. Barcos madereros, cruceros de turistas y raudas lanchas almacén se cruzan con las serenas canoas de pescadores o campesinas que lavan sus ropas en las riberas. Cuando hay bajante, las mujeres recogen del barro de las orillas los pequeños huevos de tortuga Taricaya, que usarán para la alimentación familiar, vender a restaurantes de Iquitos o "resembrar" en áreas destinadas a su cultivo sustentable.
No hay que navegar mucho para cruzarse con pueblos de 200 o 300 habitantes, cada uno con su escuela rural. Desde el río, sus casas sobre pilotes se muestran frescas, con hamacas y techos de palmas. En las cercanías se cultivan islotes de uso colectivo, con arroz, porotos, papas, maíz, sandías, pepinos, ajíes y algunas de las 400 variedades de yuca de la región. Cerca de las orillas se pescan tetras, pirañas y sardinas, y río adentro, gamitanas, doncellas y paiches, un pez grande y riquísimo que se caza con arpón y entre varios.
En la selva las cuatro estaciones no existen. El pulso vital lo marcan el gran Amazonas y sus 1.100 ríos tributarios con dos temporadas: de abril a octubre la "bajante" y de noviembre a marzo la "creciente", cuando llueve y los niveles de agua se elevan tanto que anegan grandes extensiones de terreno.
Expedición a la selva
Una tarde llega al fin el momento de meternos en la selva. A un sector del Parque Nacional Pacaya Samiria. Hay expectativa aventurera y alguna risa nerviosa. Debe hacer unos 34° pero vamos con camisa cerrada al cuello, sombrero, pantalón, botas altas, cantimplora y baño de repelente. "Es indispensable, por protección", advierte Robinson.
Y después nos presenta a don Federico, un señor que descalzo y atento a crujidos, será de ahora en más "nuestros ojos" en la selva, buscador oficial de serpientes, guacamayos, monitos, arañas peludas y todo lo que se pueda ver... No pasan diez minutos que nos avisa con un chistido que descubrió una anaconda verde:
"Tranquilos que esta no pica, mata por constricción".
Menos mal.
Más adelante nos topamos con un ficus monumental de unos 200 años, de una variedad que crece abrazándose a las palmeras. De tan alto nadie lo puede retratar bien con los celulares. Y de tan ancho y antiguo se ha generado en su interior un ecosistema: alberga panales, es guarida de murciélagos, pájaros, arañas, sapos, insectos... Tiene unos nudos y formas enrevesadas que adoraría cualquier artista plástico en busca de inspiración.
Amago con treparme y Robinson pega el grito: "¡Se mira y no se toca!". Me suena exagerado pero enseguida entiendo: ahí viene don Federico para mostrarnos su nuevo hallazgo, algo ínfimo y casi invisible que sostiene con uñas como tenazas. "Es una rana dardo, variedad blue jeans. Chiquita como media nuez y feroz como un caimán", aclara Robinson. Desde tiempos remotos, los indígenas amazónicos han usado su veneno letal para untar flechas y sacar de juego a presas y enemigos.
Yaguas y Kukamas
En una de las islas nos espera Macaturá, apu del pueblo Yagua. El anciano nos recibe junto a una veintena de mujeres y chicos sentados bajo la frescura de un gran tinglado de caranday. Todos sonríen y nos invitan a bailar. Los más chiquitos se quedan a un lado zapateando la tierra con ritmo.
Es una danza circular y emocionante que se pone cada vez más veloz, mientras alguien de la tribu nos revolea aferrándonos de una mano. Cuando termina, nos damos cuenta de que un par estamos llorando. Macaturá sonríe. A mí se me sale el corazón por la boca. Ahora nos propone tirar dardos con una cerbatana gigante que no puedo ni levantar.
En la Amazonía habitan unas setenta etnias indígenas, de las cuales quince viven aisladas en las regiones más remotas de la selva, sin contacto con las sociedades dominantes. No es el caso de Yaguas y Kukamas, que en los albores del S. XX ocupaban las zonas de explotación del caucho y fueron las más sometidas.
Hoy viven de la pesca, los cultivos domésticos y las hermosas artesanías que venden a los visitantes: "Mi pueblo sufrió mucho y aprendió el castellano a la fuerza trabajando el caucho –aclara Macaturá–. Día y noche trabajaba mi padre siendo un niño con hambre y sin conocer ropa".
Dejando la selva atrás, subimos a la lancha de regreso a la "La Perla". Robinson, que nos insiste con los salvavidas, se queda pensativo:
"Habrán pasado cien años, pero la Amazonía siempre tiene alguien de quien cuidarse... El tema del caucho es una herida abierta en las comunidades: Cientos de boras, kukamas, witotos y otros pueblos que vivían en la cuenca del río Putumayo fueron esclavizados para beneficio de unos ricos.En pocos años, miles de indígenas murieron por los maltratos o las enfermedades propagadas. Todavía queda algún anciano que recuerda lo que ha visto de niño... Cuando los barones se fueron, estas comunidades tuvieron que salir adelante. También Iquitos, que giraba alrededor del caucho y no tenía producción propia de alimentos ni de prendas, nada. Hasta entonces todo se importaba y hubo que empezar de cero".
–¿Y los incendios? ¿Son la versión actual de esa misma voracidad económica? –le pregunto a Robinson.
–Deben haberlos iniciado para plantar otros cultivos que convengan mejor a alguno... Otra vez negocios. Cuando se incendió Notre Dame se reunieron millones en minutos, pero se incendia la Amazonía y la prensa no dice nada durante casi un mes. Claramente es una cuestión de intereses...
Donde nace el Amazonas
Durante este viaje por el Amazonas y otros ríos infinitos, tuve varias veces la sensación de navegar en un "tiempo fuera del tiempo", por otra dimensión que poco tiene que ver con la época en que vivimos. En el camino descubrí varias cosas: que podría comer pescado cada día, que me vendría bien hacer la ceremonia del Ayahuasca y que seguramente algún día viviré en un ámbito rural. También tomé conciencia de que a la Amazonía hay que protegerla porque su prodigioso ecosistema abriga la mayor biodiversidad del planeta.
La última tarde de viaje, nos llevan hacia la confluencia de los ríos Ucayali y Marañón. Acostumbrado al timing turístico Robinson dispone todo para llegar un santiamén antes del atardecer. La lancha se para y él trepa a la punta: "Aquí estamos, hemos llegado al nacimiento del Amazonas, el río más poderoso del mundo".
Me dan ganas de llorar otra vez y pienso que me gustaría volver acá con mis hijas. En el rato que tenemos para las fotos, me concentro para retener este lugar adentro para siempre y pedir todos los buenos deseos posibles para las nenas, mis otros seres queridos, para mí. Y bueno, ya que estamos... para el mundo entero. Los necesitamos.