“La yerra”: un viaje al corazón del campo argentino

En este relato, el escritor entrerriano Mundy Abud revive una experiencia de adolescencia que marcó su mirada sobre el país profundo. A través de una narración vívida y sensorial, “La yerra” nos transporta a una estancia correntina donde el protagonista descubre, entre el asombro y el rito, la frontera entre la vida urbana y las costumbres rurales que definen la identidad argentina.

“La yerra”: un viaje al corazón del campo argentino
La yerra, por Mundy Abud.

Cuando comencé la secundaria hice nuevos amigos, y entre ellos estaba Oscar, un chico de familia adinerada, con una casa grande, elegante, llena de comodidades y juguetes que envidiábamos todos. En su casa había dos televisores —un lujo en aquella época—, un tren eléctrico que parecía sacado de un escaparate de Londres, y los padres no escatimaban en cumplirle cualquier capricho. Su padre, un empresario exitoso, era dueño de varias estancias en Entre Ríos y Corrientes, y vivía entre remates, haciendas y reuniones del campo.

Con el tiempo nos hicimos inseparables: Oscar, Horacio y yo formábamos una pequeña hermandad urbana. Éramos, como se decía entonces, unos “chetitos del centro” que competíamos por quién tenía los mocasines más brillantes, la remera más exclusiva o el jean recién traído de Buenos Aires.

En unas vacaciones de invierno, Oscar nos invitó a pasar unos días en una de las estancias que poseía su padre, cerca de Esquina, Corrientes. No lo dudamos: sería una aventura conocer el campo, ese mundo que solo intuíamos por las películas o las revistas. Nos dijo que justo era época de yerra y que íbamos a presenciar cómo se marcaban los novillos.

Viajamos en el auto del padre de Oscar. A medida que nos alejábamos de la ciudad, el paisaje cambiaba: los caminos se volvían de tierra colorada, los árboles más espaciados, el aire más limpio y denso. Al llegar, quedamos deslumbrados: la estancia era una casona colonial, de galerías amplias, techos altos y patio con aljibe. En un ala vivía el capataz, Lucio, con su familia; la otra era para “los patrones”.

El primer día lo pasamos recorriendo los potreros, el tanque australiano y los corrales. Lucio nos anunció que al día siguiente, a las cinco de la mañana, saldríamos para la yerra.

—Los caballos van a estar ensillados temprano —dijo con voz firme—. No se hagan los dormilones.

Le confesé que nunca había montado un caballo. Lucio se rió, mostrando unos dientes amarillentos:

—No te aflijas, gurí. Son mansos. Vos dejalo que el animal haga su trabajo.

Al amanecer, el rocío aún colgaba de los alambrados. Los caballos nos esperaban ensillados. Lucio nos enseñó las primeras reglas:

—Siempre se sube por el lado izquierdo… y no le tiren del freno, que se enoja.

Montar no fue tan difícil como sostenerse. Al principio el animal obedecía dócil, pero cuando empezó a trotar tuve que aferrarme a la montura para no salir volando. Media hora de trote fue suficiente para entender que el romanticismo del gaucho no era para cualquiera.

Llegamos al potrero donde se realizaba la faena. Una media docena de peones trabajaba en perfecta sincronía. Vestían bombachas, alpargatas, sombreros echados hacia atrás y cuchillos en la faja. Eran hombres de campo, de piel curtida y ojos oscuros, mitad español, mitad guaraní en su habla.

Uno enlazaba al animal con una precisión admirable, otro lo volteaba con la rodilla y un tercero le ataba las patas traseras. Luego acercaban un hierro al rojo vivo que salía de una fogata de troncos y lo aplicaban en el cuarto del animal. El olor a cuero quemado invadía el aire.

Pero eso no era todo: otro peón, con el facón en mano, le practicaba la castración, un procedimiento rápido y brutal que llamaban “capar”. Los testículos caían en una lata y, más tarde, los asaban en la parrilla. Enseguida, otro hombre, con un martillo y un hacha de mano, cortaba la guampa del animal, y un fino hilo de sangre brotaba del cuerno truncado.

Algunos peones se reían, se limpiaban la frente con el antebrazo y, a modo de broma o desafío, bebían aquella sangre fresca diciendo que daba fuerza. A nosotros también nos invitaron. No podíamos negarnos: éramos los “pueblerinos” invitados, y uno de nosotros era el hijo del patrón. Había que demostrar hombría.

Puse los labios sobre el chorro tibio y salado; un sabor espeso, metálico, inundó mi boca. Los peones soltaron una carcajada al ver nuestras caras. Uno dijo en guaraní:

—Ndereche ruaje, gurí.

Que quería decir “te dio asco”, en guaraní. Oscar palideció; Horacio y yo fingimos entereza, aunque el estómago nos pedía huir.

A media mañana el asado ya chispeaba en la parrilla. Entre los cortes estaban los testículos del ganado, dorándose al fuego. También comimos de eso, por orgullo o por no ser menos. El padre de Oscar llegó con gaseosas, riéndose de nuestra expresión entre asombro y náusea.

Esa noche dormimos agotados. El campo tenía otro ritmo, otro pulso. El silencio se mezclaba con el canto lejano de algún gallo y el silbido del viento entre los eucaliptos.

Las vacaciones pasaron rápido. Al regresar a la ciudad, me quedó una sensación extraña, como si hubiera mirado detrás del telón de otro mundo. Comprendí que existen dos realidades paralelas: la urbana, cómoda y superficial, y la del campo, donde la vida y la muerte conviven a diario sin disimulo.

Aquella yerra me mostró una Argentina profunda, arcaica, donde el tiempo parece detenido en las costumbres. Durante años intenté acercarme a esas tradiciones: leí sobre el folclore rural, asistí a festivales, pero entendí que lo auténtico no se enseña ni se recrea. Se vive.

Las costumbres del campo no se alquilan ni se copian: se heredan con la tierra, con el olor del cuero y el polvo, con la sangre que, una vez, un chico de ciudad se atrevió a probar para no parecer menos hombre.