Revolución en nuestros fogones: así es la nueva cocina argentina

Se trata de una transformación en la que el producto local y la búsqueda de identidad están en el centro de la escena.

Sopa de topinambur con vizcacha y quinoa roja. Polenta blanca con oveja tierna y queso de cabra. Crema helada de mistol, budín de algarroba y mandarinas. Cada preparación, delicadamente dispuesta y decorada, tiene más pinta de ser una pequeña obra de arte que un plato de comida. Se trata del menú de pasos que Santiago Blondel sirvió el mes pasado en Buenos Aires a los comensales de Piso Nueve, el ciclo gastronómico del Centro Cultural Kirchner (CCK) que busca visibilizar las propuestas culinarias de las diversas regiones del país.

Dueño del restaurante Gapasai, en La Cumbre, Córdoba, el chef cordobés forma parte de la vanguardia de la cocina argentina: una nueva generación de chefs que –haciendo eco de la tendencia global– apunta a una cocina que destaque las cualidades de los insumos locales, manipulándolos lo menos posible y experimentando con combinaciones cien por ciento creativas. El objetivo: construir identidad culinaria en la Argentina. El resultado: una cocina "de producto", simple, pura y muy expresiva.

Sin salsas extravagantes, sobrecocciones o técnicas complicadas, los ingredientes –animales y vegetales– se convierten en las estrellas de cada plato. Así, el vínculo estrecho con la naturaleza, la estacionalidad y, sobre todo, con los productores, es clave en este nuevo paradigma gastronómico que pretende ser ecológico y sustentable. "Estamos rodeados de una enorme riqueza natural, que la gente ignora porque hoy es mucho más cómodo comprar en el supermercado que ir a cosechar hierbas al bosque nativo cordobés", comenta Blondel. "Pero cuando te das cuenta de que la industrialización nos está matando, todos los que estamos interesados en la excelencia optamos por volver a los alimentos genuinos".

Para entender qué pasó en la gastronomía argentina desde que Doña Petrona dominaba la escena con sus sencillas recetas caseras hasta que empezamos a escuchar hablar de productos como el topinambur con la soltura de quien dice "tomate", rebobinemos un poco.

HACIA UNA COCINA SIN MAQUILLAJE

El chef porteño Martín Molteni, uno de los pioneros de la revalorización de la cocina autóctona, recuerda que, en los ochenta, salir a comer era decidir entre bodegón o parrilla, parrilla o bodegón: "En Buenos Aires había algún que otro restaurante que hacía algo distinto a eso; generalmente cocina francesa o europea. Francis Mallmann y el Gato Dumas tenían restaurantes, pero no había mucho más que eso".

La primera escuela de cocina del país, el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG), abrió a mediados de los noventa. Los cocineros argentinos empezaron a profesionalizarse y la influencia de la cocina francesa, que entonces era el canon mundial, fue calando cada vez más.

Hacia el final de la década, por efecto de la globalización y de la política neoliberal en Argentina –que le abrió las puertas a todo un universo de productos importados– le tocó el turno a la cocina fusión. Los cocineros miraban obsesivamente hacia afuera. Iban y venían con valijas cargadas de productos exóticos que plagaron la gastronomía local de una mezcla de sabores –peruanos, japoneses, europeos– y técnicas foráneas. La riqueza de los productos y tradiciones culinarias argentinas volvía a ser ignorada.

Llegó el nuevo milenio y sus primeros años se vivieron entre las espumas, aires, polvos y emulsiones de la llamada "cocina molecular", popularizada por el chef catalán Ferrán Adrià. "En esa época el producto no importaba mucho, sino más bien la técnica aplicada a ese producto", recuerda Javier Rodríguez, chef del restaurante cordobés El Papagayo y finalista del concurso federal de cocina Prix de Baron B. "Una langosta, por ejemplo, sufría tantos cambios –se la hacía puré, se la secaba, se la freía– que su origen y calidad pasaban a ser secundarios".

Eventualmente, volvió a producirse un quiebre. La moda química-molecular se agotó y dio paso al nuevo paradigma del que hablábamos: el de las cocinas locales. El movimiento empezó hace más de una década de la mano de chefs como el francés Michel Bras, que empezó a concentrarse en sus productos autóctonos, cocinados sin maquillaje; pero llegó a este lado del globo unos años más tarde. Pablo Rivero, dueño de la icónica parrilla porteña Don Julio, señala a Perú como el epicentro del fenómeno en la región. "Llegó a nosotros de la mano de Gastón Acurio, el chef que cambió la historia de la gastronomía en Latinoamérica", señala. "Él puso en valor las cocinas populares de su país y este efecto se replicó en todo el continente". Imitándolo, cocineros argentinos empezaron a revisitar recetas e ingredientes de diversas regiones del país –muchas veces olvidados o despreciados por las modas del momento– para rescatarlos y darles nueva relevancia.

En ese contexto, el rol de cocineros como Narda Lepes, Francis Mallmann, Germán Martitegui, Hernán Gipponi y Soledad Nardelli, entre otros miembros del colectivo A.C.E.L.G.A (Asociación de Cocineros y Empresarios Argentinos Ligados a la Gastronomía Argentina), fue clave para potenciar el proceso. Iniciativas suyas como la Feria Masticar y Mesa de Estación ayudaron –y siguen haciéndolo– a redescubrir los productos y cocinas regionales.

"Hoy innovar es volver a los orígenes", suele decir la chef Patricia Courtois para describir el actual panorama de la cocina argentina. Hay, sin duda, un retorno a la tierra y al valor de los orígenes, pero con una voluntad transformadora. En plena búsqueda de su identidad, la joven gastronomía local se está mirando a sí misma y parece que por fin empieza a encontrarse guapa.