El libro de la armonía, por Cristina Bajo

Para los celtas, el Anam Cara era un amigo espiritual con el que estamos unidos más allá de la vida y la muerte.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

Desde que era joven me atrajeron los libros de sabiduría de los diferentes pueblos que componen nuestro mundo, tanto que fui formando, a través de los años, una pequeña biblioteca de textos de espiritualidad. Entre ellos está El libro tibetano de los Muertos, las poesías de San Juan de la Cruz y el Anam Cara, de los celtas.

En las crónicas de las naciones clásicas, durante los 5000 años previos a la Era Cristiana, hay frecuentes referencias a esta nación que ocupaba una posición influyente en la Tierra Incógnita de la Europa Central. Los griegos los llamaron hiperbóreos o celtas, término usado por primera vez por el geógrafo Hecateo, hacia el 500 a.C.

Los celtas nos legaron muchas cosas; su espiritualidad nos dejó leyendas, poesías y reflexiones donde asentaron "la sublime unidad de la vida y la experiencia": no dividir lo que debe estar unido, aceptar la duplicidad de lo visible y lo invisible, de lo divino y de lo humano.

Entre sus textos estaba el Anam Cara, en el que desarrollaron las ideas sustentadas en las leyes de la armonía: Anam significa alma y Cara, amigo. Anam Cara es el amigo espiritual a quien podemos revelar todos nuestros secretos.

Cuando se tenía un anam cara, esa amistad unía a estas personas más allá de la vida y la muerte, con un significado tan profundo que abarcaba la armonía con uno mismo: amar lo que uno es, amar lo que hacemos y nuestra existencia, y aceptar la muerte como una etapa más.

Por ser un pueblo amante de la naturaleza, ésta era una presencia que los alimentaba, acompañaba y contenía: en ella echaban raíces, en ella reposaban. Sus dioses se desplazaban alrededor de los surgentes y los ríos –significaban la fertilidad–, y de las grutas –que representaban lo secreto y lo mágico–.

Una plegaria muy antigua, atribuida a San Patricio, dice:

Amanezco hoy por la fuerza

del cielo y la luz del sol,

El resplandor de la luna,

el esplendor del fuego,

La velocidad del rayo,

la rapidez del viento,

La profundidad del mar,

la estabilidad de la tierra

Y la firmeza de la roca.

Amanezco hoy por la fuerza

secreta de Dios que me guía.

En el oeste de Irlanda abundan las historias de fantasmas, espíritus o hadas relacionados con ciertos sitios; para sus habitantes, estas leyendas eran –y son– reales: aún hoy se respetan los “campos de las hadas” y se evita que sean habitados.

Creían en la metamorfosis: el alma de una cosa, persona o animal no se limitaba una forma ni al tiempo presente; el espíritu es energía que no puede ser retenida. El mundo, de manera latente, es espiritual, y la fuerza de esta idea está en el poder de las palabras; creían que, a través baladas y hechizos, podían cambiar el destino pues no había murallas entre el espíritu, la carne y el hueso.

Su espiritualidad estaba en comunión con los sentidos. Su poesía nos transmite el sonido del viento, el sabor de los frutos del bosque, la frescura del agua, el poder de la convicción. Amaban ese mundo, iban y regresaban de él por puentes inexistentes para nosotros, pero que ellos recrean en sus “bendiciones”:

Oh Dios, bendice mi ojo y

que mi ojo bendiga lo que ve.

Dame un corazón limpio y

que tu mirada no me pierda de vista,

Bendice a mis hijos y a mi esposa,

Y también al ganado y a las mieses.

Nos legaron un mundo de espiritualidad y belleza al que, en medio de tanto materialismo, desearíamos regresar.

Sugerencias:

1) Conseguir Boudica, la reina guerrera, de Graham Webster.

2) Leer todos los días unas líneas del Anam Cara.