Por Cecilia Bazán
Es lunes, 11 de la mañana, y la mayor preocupación pasa por acomodarse bien sobre esa piedra redonda que se improvisa como asiento. En ronda, junto al arroyo, bajo los árboles en un acolchonado pasto primaveral, unas 20 personas empiezan a armar mates en La Cumbre. No es un picnic de desempleados, es el inicio de la experiencia Artychoque en Córdoba, organizada por Cynar, el aperitivo a base de alcachofas/ alcauciles de Campari.
Hay bartenders, diseñadores, artistas plásticos, una ex azafata, un médico y una periodista. El grupo es diverso, se apresta a una experiencia colectiva de intercambio que ha tenido mucho de misterio respecto a en qué consistirá efectivamente.
"Artychoque es un proyecto en constante movimiento, cada año es distinto", cuenta Victoria Tolomei, curadora de arte de Cynar en la ronda. Hay mucha intriga, pero al momento de presentarse todos están contentos de haber llegado aunque no sepan muy bien qué viene a continuación.
El diálogo lo continuará Matías Iwanow, el “host” del evento, un médico que iniciará al grupo en las bases de la permacultura.
¿Por qué tanta charla? ¿Dónde está el Cynar? El Artychoque este año busca generar un viaje personal a través de los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. En Córdoba, Rosario y Buenos Aires los temas serán: permacultura, recolección de hierbas silvestres, fermentación y destilación, crear un fuego, una huerta, una experiencia de vuelo.
Y hacia ahí va el equipo cordobés de desconocidos que empiezan a conocerse. Recogiendo hierbas en una caminata a campo traviesa, identificando procesos de cultivo, sabores, aromas. "¿Qué tal sería pensar en un bosque de comida? ¿Organizar un cultivo como lo organiza la naturaleza?", lanza al aire Matías, mientras el grupo camina. Permacultura, es un pensamiento de diseño, agricultura política, que tiene como base imitar el ecosistema natural. Así como en la naturaleza, lo que hago, lo que descarto, tiene impacto para otros miembros del sistema, contará alguien durante la marcha.
De pronto, una inmersión en la naturaleza o shinrin yoku, como se dice en japonés. Con los ojos vendados, atravesamos un bosque sólo guiados por una soga atada a distintos árboles. Los anfitriones piden silencio y vamos saliendo de a uno. Con un sentido menos se percibe la humedad, el ruido de las hojas.
En un momento, el piso acolchonado que se hunde. Tanteando en el aire, un tronco delgado, y del otro lado, la soga, sus nuditos. Avanzar ahora sobre piedras, sobre la tierra limpia. El viento y los pájaros, el único siseo de alguna abeja. Una ramita pega en la cara y las hojas dan más frescura. El nudo de la soga se termina. Fin del recorrido.
Emergiendo del bosque está la huerta de Lucio Chevalley, productor de verduras y frutas orgánicas en una loma acariciada por vientos que a veces se vuelven tornado y se llevan todo. Pero este hombre de mediana edad parece tomarlo con calma. Después de emigrar desde Buenos Aires por la inseguridad hizo "Casas de Barro", su emprendimiento, homenaje a las casitas que las aves hicieron pronto en torno a su casa (también construida con barro).
Lavanda, damascos, durazneros, espárragos, frutos rojos traídos desde Suiza, ciruelos, nogales, en escalonada disposición. Tratando de imitar la forma del bosque nativo, preservando porciones de monte para los animales. Y algunos arbolitos sobre una zona conocida por albergar cementerios de los primeros habitantes de Córdoba cuando todavía no se llamaba así.
El paisaje impacta, en el silencio lo verde parece más verde. El contacto con la tierra está saldado. Ahora retomar viaje hasta el siguiente elemento, el que se vivenciará en el Aeroatelier de La Cumbre.
André (más conocido como Andy) Hediger fue campeón mundial de Parapente en el 2000. Vuela casi cualquier cosa que vuele. Es un pionero mundial del parapente acrobático, y se mudó a La Cumbre hace más de 20 años. De nacionalidad suiza, cuando pudo confirmar que había agua en la zona puso en marcha el proyecto acompañado por la marca de bebidas energizantes Red Bull.
Así nace el Aeroatelier de La Cumbre, todo lo contrario a un hangar como los vemos en las películas de guerra o aviación, el espacio se ve como la concreción de algo soñado, cuidado hasta en el más mínimo detalle. Es una "universidad aerodeportiva", definirá Andy Hediger quien, en el camino, se recuperó de un grave accidente aéreo. Hasta ahí llegan amantes de los aviones, deportistas de todo el mundo a entrenar y familias que quieren experimentar los "juguetes" de aire que hay disponibles.
El grupo de hombres y mujeres en el Artychoque es muy variado pero se convierte rápidamente en un homogéneo conjunto de niños fascinados con los aviones. Los miran, los tocan con mucho cuidado, preguntan, se sacan fotos. A la hora del almuerzo, la conversación gira en torno a lo maravilloso que es estar sentados en una magnífica mesa en el medio del hangar, abierto al paisaje soleado de esta primavera. ¡Y no olvidemos que es lunes!
Verduras orgánicas asadas, ensaladas atrevidas, agridulces, frescas. Pan integral, limonada y un cordero cocinado 12 horas por el cocinero Santiago Blondel, uno de los más importantes referentes gastronómicos de Córdoba. El ambiente es muy relajado, casi como si nada pudiera ser mejor. Pero, por fortuna, las actividades siguen sorprendiendo y el dueño de casa invita a los que quieran subirse a una experiencia de vuelo.
A bordo del Virus SW100 la vida se desliza en minutos que tienen otra duración. El espacio es el mínimo necesario para que entre el cuerpo y todo depende de sus alas blancas brillantes que en tierra parecían tan pequeñas y frágiles. Se produce una pausa mental, los pensamientos se frenan para mirar, para admirar y para entrar en sintonía con este objeto volador que parece seguir nuestros movimientos. Como cuando vas a caballo y el animal acompaña el ánimo, la energía del jinete.
Por otro guiño del destino el piloto en este caso es Andy, y con mucha calidez va relatando el paisaje alrededor del "patio" de su casa: el Uritorco, Los Cocos, el Río Pinto, el Dique del Cajón…
Estos aviones son como un auto escuela, con dos joystick, y en un momento el piloto entrega el comando.
Entonces la conciencia no puede ir más lejos del “aquí y ahora”. Una sensación fabulosa. Difícil encontrar algo parecido, porque no conducimos a diario vehículos suspendidos en el aire o no apuntamos “hacia el Cristo que está en la montaña” estando a la altura del Cristo que está en la montaña.
El dibujo, la foto aérea, muestra el Valle de Punilla colorido y serpenteante. ¿Cómo hice yo para "volar" hasta acá?, se pregunta esta cronista en ese momento y muchas horas después. Volar enamora.
El descenso, la barra llena de ingredientes y bebidas para que los bartenders e invitados "jueguen" a hacer sus bebidas (hay Cynar y muchas cosas más), la banda instrumental sui generis, son como una capa de barníz que redondea una experiencia de intercambio y de choque. 12 horas con la tierra y el cielo en los extremos.